jueves, 7 de abril de 2011

VIDA, PENSAMIENTO Y OBRA DEL REV.P. JOAQUÍN SÁENZ Y ARRIAGA SJ ( 5 )


CAPITULO V.- PRUEBA DE TEMPLE IGNACIANO

Al dejar la dirección de las Congregaciones Marianas y la UFEC, don Joaquín acató el traslado a su nuevo destino, esta vez a la ciudad de Puebla. El Instituto de Oriente regenteado por jesuítas, sufría cierto grado de decadencia, no sólo académica, sino religiosa y aun social. El padre Esteban Palomera Quiroz, S. J., había sido nombrado rector. Don Joaquín colaboró estrechamente con él desde el día de su arribo a la capital angelopolitana. En el templo del Espíritu Santo, mejor conocido como "La Compañía", el padre Sáenz asumió el cargo de director de las Congregaciones y, en el Instituto, atendía la dirección espiritual de los jóvenes.
En julio de 1948, sufrió un accidente automovilístico; sus lastimaduras le producían intensos dolores en la espalda y tuvo que ser internado en el sanatorio Santa Mónica de la ciudad de México, y de allí, para su mejor atención, fue trasladado al Sanatorio Español. Permanecía casi inmovilizado, cosa que le irritaba. Su temperamento sanguíneo, su dinamismo intelectual y la pasividad de médicos y enfermeras sacáronlo de quicio. En tal situación vino a recordar las deficiencias, las mezquindades de algunos miembros de su Orden que miraban más por su particular beneficio que por la gloria de Dios. Y él sin poder actuar, limitado al reducido espacio de su cuarto de enfermo, privado de su labor docente. Así las cosas, "siguiendo el diagnóstico de un médico anónimo, sin conciencia ni escrúpulos" el padre Rossi, S. J., dictaminó la conveniencia de cambiar al enfermo de sanatorio, aunque esta vez a uno para enfermos mentales.
No era, don Joaquín, el único miembro de la Compañía que se había enfrentado a tan radical procedimiento. Ya he citado al padre Carlos M. Heredia quien para dedicarse a desenmascarar espiritistas, tuvo que profundizar en este arte del engaño por lo cual sus hermanos lo tildaron de loco. No le quitaron tan dañina fama hasta que les demostró lo contrario con un certificado de cordura. Y no ha sido el único caso.
A don Joaquín le inyectaron un somnífero y, adormecido, lo trasladaron al sanatorio del doctor Manuel Falcón, ubicado en la avenida Ixtaccíhuatl número 180, colonia Florida, Distrito Federal. Este lugar, aunque céntrico, tiene grandes avenidas que cruzan en las inmediaciones. Es tranquilo, poco transitado. La fachada del edificio y sus interiores son de estilo "colonial"; es amplio, arbolado y limpio, atendido por religiosas.
El indefenso paciente fue internado el día 28 de julio. Pasados los ciertos del anestésico, es de imaginar cuan enojado se pondría. Sentíase víctima del abuso de sus superiores jerárquicos. Ciertamente, durante los últimos días, se había mostrado nervioso, irritable, pero su conducta no justificaba que, de pronto, sin su conocimiento ni mucho menos consentimiento, lo internasen en un hospital psiquiátrico. Considerábase a sí mismo no sólo humillado, sino destruido; comprendía que después de su internamiento en este lugar podría quedar impedido de ejercer su sagrado ministerio. Medía las graves consecuencias de su crítica situación.
El padre Martínez Provincial de la Compañía, previendo un posible escándalo, prohibió a todos los jesuitas que lo visitasen; el único que se atrevió a desobedecer tan injusta orden fue el padre Julio Vértiz, aunque en forma discreta, para evitar ser sancionado.
Don Joaquín se negaba a someterse a las pruebas y a la disciplina comunes en estas clínicas, hasta que llegó a visitarlo el doctor Luis Sáenz Barroso, su sobrino, reconocido neurólogo. Conversaron sin trabas ni disimulos y el médico le hizo ver que su explicable intransigencia, lejos de favorecerle, más lo perjudicaba, por lo que le convenía aceptar su situación y someterse a todas las pruebas que quisieran hacerle para demostrar su cordura. Así sucedió. El doctor Falcón, competente facultativo, lo examinó, le hizo un encefalograma, análisis clínicos, y todo resultó normal. A continuación, prescindiendo del examen físico, don Joaquín fue sometido a un examen psiquiátrico para demostrar que padecía paranoia: su exaltación, su violencia verbal "demostraban" tal diagnóstico. La paranoia es un trastorno mental que va de la simple y manifiesta vanidad, la exaltación del propio yo, hasta el estado delirante de un empecinado que discute y nunca cede a razones. No es imposible provocar un estado paranoico en cualquier persona, por cuerda que se diga, sometida a presiones psicológicas tales como la humillación, la extrema disciplina, el rigorismo de la obediencia frente a opciones legítimas. La supuesta paranoia de don Joaquín —supuesta en cuanto al calificativo de trastorno mental— resultó adecuado recurso para tratar de contenerlo, de domeñarlo y hacerlo dócil instrumento de las consignas inexcrutablcs de los jesuitas enquistados en puestos clave de la Orden.
Algunos de sus amigos no lo desampararon, ni le faltaron consuelos espirituales. Estuvieron a verle, sacerdotes que le testimoniaron su aprecio en aquellos días de amargas experiencias. Cuando el encierro comenzaba a convertirse en castigo injusto e inmerecido, don Joaquín encomendó secretamente a un empleado se comunicase con su hermana Lupe y le pidiese su intervención. Ésta se comunicó, a su vez, con el arzobispo, doctor Luis María Martínez, gran amigo de la familia Sáenz Arriaga desde su juventud, pues vivió algún tiempo en su casa de Morelia. Monseñor Martínez visitó a su amigo, que conocía desde niño, y gestionó su inmediata salida del sanatorio.
Don Joaquín no estaba demente y así quedó comprobado. La única disculpa que obtuvo al final de esta pesadilla se fundó en que se había cometido un "lamentable error humano". ¡Y tan lamentable!
Permaneció en la ciudad de México atendiendo la Casa de Ejercicios de San Francisco Javier, en Coyoacán. En esta residencia tuvo sus comienzos la Universidad Iberoamericana y ahora alberga a catedráticos de dicha universidad. El padre Sáenz pasó largos meses en constante meditación y estudio, empleándose en impartir continuas tandas de los saludables ejercicios espirituales creados por el santo fundador de la Compañía. Sólo una vocación como la suya, dispuesta al sacrificio; sólo una voluntad fortalecida con la fe; sólo un tálenlo capaz de medir la mediocridad ajena fue capaz de perdonar y sostener su voto de obediencia a quienes lo habían injuriado y quisieron hundirlo en el desprestigio de la irracionalidad y la locura.
Retornó a la ciudad de Puebla, a sus amadas congregaciones de la Santísima Virgen de Guadalupe y de San Luis Gonzaga.
En septiembre de 1950, al frente de un grupo de peregrinos visitó la Ciudad Eterna y tuvo ocasión de entrevistarse con el Santo Padre Pío XII. El día 13, a bordo de un avión de la compañía Iberia, escribió estas líneas a su madre en México: "Hoy salimos de Roma. Me tocó Ver a Su Santidad cinco veces. Tengo mucho que contar. Todos estamos bien. Un viaje sin novedad. Saludos a todos. Tu hijo, Joaquín."

Foto después de la ordenación sacerdotal del P. Joaquín Sáenz y Arriaga. De izquierda a derecha:
Mons. Joaquín Saénz Arciga, Deán de la Catedral de Morelia, tio del P. Joaquín Sáenz
Mons. Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara.
Padre Joaquín Saénz y Arriaga
Mons. Leopoldo Lara Torres, obispo de Tacámbaro.



Instalado en Puebla, ingresó al Instituto de Oriente para dar lecciones de Ética, de Sociología, de Lógica. Publicó y dirigió la revista Forja, del Instituto. Escribía los editoriales y algunos artículos que hacía aparecer como de sus alumnos.
Fue creador y ejecutor del proyecto del Centro Cultural Scintia, de gran importancia académica y social en Puebla, pues en él se daban conferencias, conciertos y todo evento relacionado con los fines propios de este tipo de instituciones.
Se rodeó de amigos y discípulos que lo seguían y estimaban. Como demostración de afecto, el día de su santo —20 de marzo de 1951—, le ofrecieron un banquete en su honor, en el local del Centro. Asistieron distinguidos profesionistas, alumnos y exalumnos del prestigiado director.
No paraban ahí sus actividades; también atendía las obras de las Congregaciones: hospitales, auxilio espiritual a los enfermos, visitas a los presos, catecismo y, con especial esmero, dirección religiosa a los jóvenes, fuesen o no del Instituto de Oriente. Según testimonios de importantes individuos de aquella generación, atesoraba la simpatía y confianza de las almas puestas a su cuidado. Nadie que no poseyera su inteligencia, su fortaleza y su voluntad podría desempeñar una labor múltiple y completa como la suya. Es natural que con tanto trabajo se mostrase nervioso; pero ni aun entonces dejó de disciplinarse a quienes ejercían SU autoridad en la Compañía de Jesús.
El padre Esteban J. Palomera, S. J., rector del Instituto de Oriente, conocía las capacidades del padre Sáenz y le confiaba la redacción de sus discursos, cuando la ocasión lo exigía. Tenía puesta en él su voluntad, hasta que dos envidiosos, los padres Cervantes y Cavazos, director éste de la primaria, se dedicaron a deteriorar su imagen. El rector se dejó convencer y, al finalizar el año 1951, ya era evidente su adversión personal contra el dinámico e intransigente catedrático.
El colegio había recuperado su buena fama, muy menguada basta un año atrás. La disciplina y sobriedad de educadores y educandos parecía haberse restablecido. El padre Sáenz, riguroso y eficaz, había colaborado en este resurgimiento momentáneo. En el quinto año de bachillerato dictaba las cátedras de Ética, Sociología y Lógica. Con el distanciamiento del rector y don Joaquín retornó la mala fama del Instituto. El padre Palomera pasaba buena parte de su tiempo fuera del colegio. El padre Cervantes, que lo sustituía, les era antipático a los muchachos, quebrantándose así la disciplina. Los jesuitas lejos de dar buen ejemplo, sin autoridad valedera, participaban en juegos de baraja con apuestas, que organizaba el padre Cavazos.
Cesó la dirección espiritual del padre Sáenz y, para colmo, "María Villar, pública y escandalosa pecadora, cuyo hijo natural estaba en el Colegio de la Compañía", encabezaba los festivales de beneficencia. En medio de este relajamiento se dieron casos de indisciplina y escándalo a los que no se decidía a poner fin el veleidoso rector. El personal docente era heterogéneo. En la primaria, maestritas jóvenes adelantándose al uso actual, trataban con familiaridad manifiesta al director. Éste, engreído con su autoridad, caía en extremos impropios de un auténtico educador. Su rigidez era inconstante y en veces extremosa, como en cierta ocasión en que un grupo de alumnos de secundaria sustrajo del colegio los cuestionarios de unas pruebas enviadas por la Secretaría de Educación Pública. ¿Cuántas veces no han sucedido estos hurtos poco originales para salvar el año académico o, simplemente, asegurar buena calificación? El castigo en estos casos consiste generalmente en burlar a los infractores cambiándoles la prueba para neutralizar la ventaja. Pues bien, al enterarse el rector se encolerizó y mandó que en la camioneta del colegio se recogiese de sus hogares a cada uno de los implicados y se les condujese a la casa de la comunidad, no al Instituto, para ser interrogados individualmente, amenazándolos con denunciarlos a las autoridades civiles por allanamiento de morada, daños en propiedad ajena, robo y cohecho -¡nada menos!—, mientras el inquisitivo rector saciaba su refinada inquina grabando las declaraciones de los delincuentes, para dar aviso posterior a la Secretaría de Educación. Luego, en bochornoso acto público, "delante de todos los alumnos del colegio, con desprestigio intolerable para los inculpados y para sus familiares, el rector, después de un discurso por demás imprudente y ofensivo, expulsó a más de veinte muchachos inodados en el crimen, entre los cuales había alumnos excelentes, que siempre habían merecido las mejores calificaciones." (1) Y a esto, que no atino a calificar, el padre Palomera lo llamaría ¡disciplina al modo jesuíta. . .!
Las amargas quejas no se hicieron esperar. Tales procedimientos herían a las víctimas y atemorizaban a todos cuantos llevaban relaciones con el Instituto de Oriente, y daban ocasión a prejuzgar con malicia la conducta de maestros laicos y religiosos.
En una ciudad como la de Puebla en aquella época, era fácil conocer a toda persona en contacto con el público: funcionarios, profesionistas, maestros de escuela, agentes de tránsito, etc., etc. Para uso del colegio adquirieron los jesuítas una camioneta en la que salían a pasear estos señores, con gran disgusto del padre Sáenz quien, informado de las críticas externas que se hacían a su amada Compañía, denunció al rector los hechos. Ambos tuvieron acalorada discusión, sin resultados satisfactorios para alguno de los contendientes. Don Joaquín pidió permiso, por teléfono, para ir a San Cayetano —seminario de la Orden en el Estado de México— para entrevistarse con el Padre Provincial. El padre Palomera se enfureció aún más con la osadía del padre Sáenz, y optó ir con él. Al llegar a la oficina del padre Guerra, Provincial de la Compañía, Palomera se adelantó. Don Joaquín comprendió la inoportunidad de aguardar en la antesala para ser recibido y dejó, para mejor ocasión, su propósito de dar a conocer al Provincial las graves anomalías que estaban sucediendo en Puebla.
No habría de presentársele tal ocasión, y los acontecimientos posteriores confirmaron sus recelos sobre la conducta de sus superiores, conducta que explicaría así más tarde: "La Provincia de México ha estado gobernada últimamente por Superiores que se empeñan en considerar a sus subditos como anormales mentales y en buscar en la psiquiatría el secreto de su gobierno. Es el naturalismo (esta denuncia fue formulada en 1952, diez años antes de lo ocurrido en el convento de Lemercier, en Cuernavaca) que desconoce o se olvida de la fuerza de la gracia. Naturalmente que las consecuencias que para los subditos ha traído esta neurótica visión y actitud de los que tienen sobre ellos absolutos poderes, han sido y son muy variados: desde el abandono en sus enfermedades reales hasta el internado en sanatorios mentales, para ser ahí sujetados a tratamientos de resultados y licitud muy discutibles, como los electrochoques y los choques insulínicos. Yo pregunto: ¿Puede un Superior, sin el consentimiento de los interesados, sujetarlos a estos inhumanos tratamientos, que pueden destruir totalmente la personalidad psíquica de los indefensos pacientes?"
Notas
(1) Sáenz Arriaga, Dr. Joaquín. Correspondencia privada. Carta de fecha 28 de julio de 1952, dirigida al R. P. Tomás Trevi, S. J, a Roma. Pág. 6.