jueves, 10 de marzo de 2011

LIBRO ¿CISMA O FE? Pbro. Joaquín Sáenz y Arriaga (1899-1976) [1]

El Centro de Estudios San Benito, rinde público homenaje a un héroe de la Fe católica tradicional de nuestro tiempo, el R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga S.J, más conocido como el Pbro. Joaquín Sáenz y Arriaga (1899-1976), por haber   abandonado  la "nueva" Compañía de Jesús en 1952.  El padre Sáenz fue un destacado teólogo mexicano que anticipó los errores y el cisma modernista que se precipitaron sobre la Iglesia católica antes, durante y después del conciliábulo Vaticano II, fue el primero en sostener el sedevacantismo y en conservar intacto el depósito sagrado de la Fe.
¿Cisma o Fe? del padre Sáenz ayudará a usted a tomar una feliz o trágica decisión: mantener la Fe y permanecer católico o elegir el cisma y dejar de serlo. Muy pocos como el padre Sáenz han podido ver y describir los peligros del neomodernismo posconciliar y sus frutos amargos: desorientación, corrupción y apostasía.


Defensa del P. Sáenz, contra la "excomunión" invalida de los modernistas.

Hay ataques, que, en vez de lastimar, provocan lás­tima, por venir de quien vienen y por la carencia de doctri­na, que lo mismo puede demostrar una ignorancia atre­vida, que una mala fe descomedida.
Hace pocos días, salió en "EXCELSIOR" una diatriba contra mi pobre persona, por el último libro, publicado por mí, con el título franco e inequívoco, de "LA NUEVA IGLESIA MONTINIANA". El escrito, que salió de la comprometida pluma de Genaro María González, cuya trayectoria periodística es harto conocida por el culto público de México, termina con una amenaza, casi diríamos intimidación, inquisitorial —pero no de la inquisición verdadera que, por nuestros pecados ya no existe, la que frenó por mucho tiempo esa ola destructiva, que hoy nos invade, sino de la inquisición leyenda, de desprestigio contra la Iglesia y contra España, la de Llorente, vendida a precio razonable a las logias— pidiendo que, por la pureza de la fe, sea yo quemado, como demás camaradas, presidirán, con el corazón vulnerado, aunque con aire de triunfo, el proyectado auto de fe y el último "requiem" por el Sabonarola mexicano.
Pero, mientras llega esa hora, por ellos tan codiciada, tengo todavía tiempo para hacer una reafirmación de mi fe, apostólica, católica, romana, tal como la profesé por mis padrinos en el Santo Bautismo, tal como la recibí por una tradición secular de mis antepasados, tal como me la enseñaron cuando niño, tal como en mis estudios teológicos me la confirmaron con ciencia maravillosa aquellos sabios y santos profesores que Dios me dio en la en otros tiempos tan gloriosa Compañía de Jesús.
El artículo, que comento, que me dio ocasión para estas nuevas páginas y que apareció en "EXCELSIOR" el 25 de octubre de 1971, pág. 7 A, llevaba este compendioso título: "Tradicionalismo: insubordinación e injuria". Yo quise más bien plantear descarnadamente el problema: ¿"SOY CISMATICO O SOY CATOLICO"?, no por defensa propia, sino porque este planteamiento nos da el verdadero "status quaestionis", es decir, nos hace ver el meollo de la actual polémica y contienda.
Había antes pensado en otro título: "Progresismo: traición a Cristo y negación a su doctrina". Este desechado título tenía la ventaja de describirnos sintéticamente el progresismo y establecer así un paralelismo comparativo con el artículo de Genaro María.
Ya sólo el enunciado de ambos títulos nos está diciendo que hay, en la Iglesia actual, dos corrientes opuestas, diametralmente antagónicas; dos irreconciliables enemigos: la Iglesia neomodernista, llamada vulgarmente "el progresismo", y la Iglesia tradicional, la de siempre, que Genaro María define como una insubordinación, como una injuria.
La corriente progresista se cree poseedora de la verdad revelada, definitivamente monopolizada, adulterada y "aggiornada" por los inescrupulosos "expertos" del Vaticano II; y condena, sin apelación, juicio, ni "dialogo" posible, a los seguidores obstinados de la Tradición de todos los Papas, de todos los Concilios; a los que adheridos a la invariable doctrina de la Iglesia apostólica; a la que jamás nos hemos creído superiores a los grandes teólogos de la Iglesia Católica y Romana; a los que nos empeñamos a anteponer a Dios, la obra de Dios, la palabra inmutable de Dios, sobre las equivocaciones, componendas y traiciones de los hombres, que se han sentido competentes y autorizados para enmendarle la plana a Dios.

Pbro. Joaquín Sáenz y Arriaga
1972
Nuestra tesis
(páginas 4-13)

En la Contra Reforma Católica (Nº 44, pág. 12, Mayo 1971), el escritor francés Louis M. Poullain, uno de esos inconsecuentes tradicionalistas, que admitiendo las pre­misas, se asustan, incongruentemente, al sacar de ellas las lógicas consecuencias, escribe plañideramente:

"Algunos de los grupos (católicos tradicionalis­tas) han llegado a pensar que la actual Jerarquía —incluyendo al mismo Papa— por sus tolerancias con los contestatarios y patentados demoledores de la Iglesia, NO REPRESENTA YA LA IGLESIA AUTENTICA y que, en las presentes condiciones, para preservar en nosotros el precioso tesoro de nuestra fe católi­ca, la verdadera religión de nuestros padres, debe­mos practicar en privado esa nuestra religión, sin te­ner ya en cuenta a esa Jerarquía, comprometida, en­gañada o cobarde, que se ha asociado descarada­mente con los enemigos eternos de la Iglesia, esperan­do nosotros, entre tanto, en la oración y en la peniten­cia, días mejores para la Iglesia y para el mundo, en el Reino de Dios”.
Y concluye espantado el escritor francés sus escri­tos con estas palabras agoreras y desconcertantes:
"Se llegará, por ese camino, a una nueva for­ma de cisma, deliberada y paradójicamente admiti­do por aquéllos mismos, que no toleran las divisiones creadas por los modernistas y progresistas, denuncia­das y condenadas por ellos antes".
Para responder debidamente a la meticulosa objeción del Sr. Poullain, conviene que hagamos esta concreta pre­gunta, para precisar el alcance de nuestro pensamiento: ¿Qué entiende él por estas palabras: "La actual Jerar­quía no representa ya a la Iglesia auténtica de Cristo"? Porque la frase puede tener dos sentidos distintos, que nos colocan en dos distintas hipótesis:

1) Que ellos (la mayoría de los actuales obispos y el actual Papa) no deben ser ya considerados como legítimos pastores, sino como lobos intrusos, bien sea porque su elección, in radice, no fue legítima ni válida; bien sea porque después de una legítima elección, han caído en la herejía o en la apostasía y han dejado de ser pastores legítimos del rebaño de Cristo.

2) Que la acción de esos obispos (no de todos) y del mismo Papa ha traicionado en verdad la misión que Cris­to les dio y que ellos deberían haber cumplido, con toda fidelidad, en beneficio de las almas a ellos confiadas.
Es evidente que, en esta traición, puede caber una responsa­bilidad mayor o menor, según el caso individual de cada uno de esos malos o ineptos pastores. Pero, desgraciada­mente, son muchos los miembros de la actual Jerarquía en todas partes, que —unos por acción y otros por omi­sión— son ante Dios, ante nuestra conciencia y ante la historia, responsables de la actual pavorosa crisis de la Iglesia.

Raciocinemos sobre la primera hipótesis: esos obispos y ese Papa son ilegítimos pastores; son lobos intrusos, disfrazados con pieles de oveja.
La hipótesis no tiene nada de absurdo, ni de indiscipli­na, ni de injuria. El mismo Divino Maestro nos dijo: "Guar­daos de los falsos pastores, que vendrán a vosotros re­vestidos con pieles de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis". En las cuales palabras, Jesucristo nos dice: a) que en su Iglesia habrá falsos pastores. b) Nos amonesta para que nos cuidemos de ellos. Y Finalmente, c) nos da la norma, el criterio, para cono­cerlos: “por sus frutos los conoceréis".
Suponiendo, siempre como hipótesis, que nos encontrásemos ahora con la doloroso realización de las palabras de Cristo; suponiendo que, al ver el rompimiento con la Iglesia del pasado, aplicamos la norma divina para juz­gar a los actuales pastores y, por sus frutos, por los frutos amargos de esta "reforma" de este cambio constante, vemos que la actual Jerarquía no representa ya, no puede representar ni a Cristo ni a su Iglesia, ¿cómo puede afir­marse que, al separarnos de ellos, como de pastores fal­sos y como de lobos carniceros, estamos incurriendo en una especie de cisma? ¿Por ventura puede considerarse como un cisma el que nos separemos de jefes ilegítimos, cuando precisamente estamos haciendo esta separación, con el al­ma angustiada, para preservar incólume nuestra fidelidad a la verdadera Iglesia, a la única Iglesia fundada por el Hijo de Dios Vivo, Nuestro Señor Jesucristo? ¿No podemos, con mayor razón, acusar de cismáticos, en esta hipóte­sis, a los intrusos y a los que ciegamente quieren seguirlos?

Y, continuando nuestro raciocinio —siempre en la misma hipótesis— preguntamos: ¿quién es el que vive una falsa religión, una religión humana y subjetiva, el que que­riendo ser fiel a la Iglesia, a la Verdad Revelada, practica en privado su religión, en las catacumbas, como los prime­ros cristianos, o aquéllos que son intrusos, que han adulte­rado la doctrina de Cristo o que se empeñan en seguir a estos falsos pastores? Aunque parezcan mayoría, aun­que tengan en sus manos el poder, no por eso pueden presentarnos un Evangelio distinto del que por veinte siglos nos fue predicado por la Iglesia.
Si son intrusos, si son lobos, si no son pastores, care­cen de toda autoridad para enseñarnos y para gobernarnos. ¿No ha habido en la Iglesia casos dolorosos, como éste? En esta hipótesis, el sujetarnos a los intrusos signi­fica perder el camino de la eterna salvación, caer en las garras de los lobos que intentan devorarnos. En esta hi­pótesis, esos intrusos no representan a Dios, no tienen una misión de Dios. Entonces, ¿a quién representan? ¿Qué misión cumplen? Representan al enemigo y están haciendo el juego al enemigo.

Raciocinemos sobre la segunda hipótesis: los pastores, legítimamente elegidos, han traicionado, en mayor o me­nor grado, su misión.
Tampoco esta hipótesis tiene nada de absurdo, ni de quimérico. La historia de la Iglesia nos enseña que hay casos, innumerables casos, en que un pastor haya legítima­mente sido elegido y haya después traicionado, en mayor o menor grado, su misión apostólica, sin que haya llegado por ello a perder todavía su puesto de pastor. En estos ca­sos y en estas particulares condiciones, es evidente que podemos nosotros —más todavía— debemos apartarnos de esos malos pastores, sin que por ello estemos afirman­do su ilegitimidad.
Hay, en el mundo, muchos sacerdotes, de vida ejem­plar, de ciencia muy reconocida por todos, de acción apos­tólica infatigable, que, en la crisis actual, al ver los asom­brosos y profundos cambios de la Iglesia, al considerar la confusión reinante, al darse cuenta del derrumbe, de la autodemolición de la Iglesia, al estudiar ese cambio de mentalidad, que pretenden imponernos, que, en realidad, es un cambio de fe, no han vacilado en tomar posiciones firmes y seguras, en perfecta armonía con su concienciar con su fe y con la sólida doctrina, que en sus estudios ad­quirieron.
Estos sacerdotes, no por exhibicionismo, ni por aspiraciones de poder o de dignidades, ni por soberbia, como algunos piensan y afirman, ni por el dinero que la mafia pueda darles, sino por la fidelidad sincera de su fe, por la conciencia de sus deberes sacerdotales y por el recuerdo de sus compromisos adquiridos con Dios y con la Iglesia, están dando esta batalla, sabiendo perfectamente que, que, al hacerlo, se exponen a las represalias feroces de los enemigos. Piensa el león que todos son de su condición; por eso el articulista de "EXCELSIOR", que vive de ese pre­supuesto, opina que yo estoy comprometido con los capi­talistas.
Pero, volvamos a nuestro raciocinio: ¿podemos, en esta segunda hipótesis, acusar de "cisma", de insubordi­nación o de injuria a los que, en estos apocalípticos mo­mentos, se niegan a seguir, en sus desviaciones, a una gran mayoría de los actuales miembros de la Jerarquía, después de que, por una madura y prolongada reflexión, por un estudio sólido y constante, por frecuentes y prolon­gadas consultas con teólogos de reconocida ciencia, de virtud acrisolada y de larga experiencia —respetados por tales por la gente que sabe y que investiga— han llegado a la tangible y espantosa convicción de que esos miembros de la Jerarquía, sin excluir al Papa, están traicionando su triple misión pastoral, que exige de ellos una total fi­delidad a la Iglesia tradicional?
La triple misión pastoral, según la institución divina, que tienen a su cargo los legítimos pastores de la Iglesia son: la preservación de la doctrina revelada, la salvación y santificación de las almas, por los Sacramentos, instituidos por Cristo (y, en especial, LA SANTA MISA, EL SA­CRIFICIO EUCARISTICO) y la conservación moral de las costumbres en el pueblo cristiano, según los preceptos de la ley inmutable y universal, que Dios mismo nos ha im­puesto y los preceptos y consejos del Evangelio.
¿Necesitamos acaso haber adquirido ese cambio de mentalidad, exigido por el progresismo, —que para nos­otros es un cambio de fe—, para eliminar la evidencia, que actualmente tenemos, de que, en esos tres deberes funda­mentales de su misión pastoral, muchísimos de los actua­les representantes de la actual Jerarquía han fallado y han provocado una catastrófica revolución, cada vez más radical y creciente, en el catolicismo tradicional?
Periódicos, revistas, emisiones radiofónicas, progra­mas de televisión y numerosos libros, que circulan con el "Nihil obstat", el "Imprimi potest" y el "Imprimatur" ca­nónico de Cardenales y obispos nos están dando incesantes y abrumadores testimonios, pruebas apodícticas, que nos están haciendo ver las fallas impresionantes de muchísimos pastores, de las así llamadas Conferencias Episcopales y de las más altas jerarquías de la Iglesia del postconcilio.
Cualquiera persona de mediana cultura católica, que no esté comprometido, que haya resistido, sin cambiar de fe, ese lavado cerebral; cualquier persona que tenga verdadero interés por su eterna salvación, se da perfecta cuen­ta de que, en esos tres puntos de su misión pastoral, muchí­simos de los actuales representantes de la Jerarquía han traicionado su misión divina, ya encabezando y empujan­do ellos mismos la revolución religiosa, que estamos pre­senciando, ya patrocinando a los dirigentes de la subver­sión, ya dejándose arrastrar rutinariamente (por temor, tal vez, a los venerables Hermanos, que tienen la posibili­dad de removerlos de su cargo pastoral), ya dejando sim­plemente hacer a los conjurados. Cualquiera de estas acti­tudes bastaría para hacer a los pastores cómplices mani­fiestos de la subversión.
¿En dónde se encuentra el mayor peligro de cisma, de herejía y de apostasía? ¿En los que siguen el camino de la subversión y colaboran, conscientemente o incons­cientemente, en la destrucción de la Iglesia o en aqué­llos —sean simples fieles católicos, sean sacerdotes o sean Prelados— que defienden su fe y luchan, según los dictá­menes de su conciencia, por los altísimos intereses del Rei­no de Dios?
Los primeros, anteponiendo la autoridad de los hom­bres a la autoridad santísima de Dios, las formas jurídi­cas sobre la Verdad Revelada; buscando mejor sus pro­pios intereses que la gloria de Dios y la salvación de las al­mas, aceptan, sin resistencia alguna, cuando no con acti­vismo incansable, la autodemolición de la Iglesia, con­virtiéndose así en "tontos útiles", en "compañeros de via­je", cuando no en dirigentes y activistas de los destruc­tores de la obra divina.
Ni faltan tampoco, por desgracia, los Genaros, que, con una absurda papolatría, con una obediencia mal en­tendida, que, en realidad, es traición y es entreguismo, están contribuyendo a la obra satánica de la perdición de innumerables almas, que, sin conocimiento de causa, se han sumado incondicionalmente a la destrucción acelera­da de la Iglesia.
Recuerden, sin embargo, estos demoledores, que tanto se escandalizan de nuestra lucha, que ni Papas, ni Concilios, ni Obispos o sacerdotes pueden exigir nuestra obediencia cuando ellos, en sus mandatos, se apartan de la verdad Revelada, contrariando las enseñanzas dogmáti­cos ya definidas por el Magisterio vivo, auténtico e infalible de la Iglesia, institucionalizada por el mismo Hijo de Dios o de la doctrina, que, sin haber sido dogmáticamente definida por el Magisterio, semper et ubique tenuit Ecdesia, siempre y en todas partes ha sido profesada por la Iglesia de Occidente y de Oriente como verdad revelada por Dios, como doctrina católica.
Pero, dirá alguno: LA IGLESIA ESTA DONDE ESTA PEDRO, DONDE ESTAN LOS LEGITIMOS PASTORES. Así es, verdad; pero, hagamos énfasis en el epíteto: donde están los legítimos pastores, no los intrusos, no los traidores. La Iglesia está donde está PEDRO afirmando: "Tú eres el Cris­to, Tú eres el Hijo de Dios vivo"; no donde está Pedro ne­gando con imprecaciones conocer a su Maestro, ni donde está Pedro tratando de disuadir a Jesucristo a cumplir el mandato de su Eterno Padre de morir por nosotros en la Cruz. En esta ocasión el mismo Cristo dijo a Pedro: "Retí­rate, Satanás".
¿Acaso puede estar la Iglesia con los que han traicio­nado su misión divina, haciendo el juego a los enemigos del nombre cristiano y conduciendo gradualmente al reba­ño a la apostasía, renegando de una manera más o me­nos clara, más o menos disimulada, del catolicismo tradi­cional, para "aggiornar" la obra de Cristo al mundo mo­derno impío y materialista; para entablar el "diálogo ecu­ménico" con los mayores enemigos de la Iglesia y del mis­mo Jesucristo?
¿Se puede trabajar por la unidad de la Iglesia si­guiendo a aquellos que destruyen o dejan destruir los mis­mos fundamentos de la unidad: el primado de Pedro y los tres puntos principales, arriba indicados, de la misión pas­toral de los sucesores de Pedro y de los demás Apóstoles?
La Sagrada Escritura proclama: "Un solo Señor, un solo bautismo, un solo Dios, Padre de todos". (Eph. IV, 6). Por lo que es evidente que, por haber abandonado mu­chos pastores los tres máximos deberes de su misión pas­toral, se ha podido difundir por todas partes de la Iglesia — ¡esto es lo más grave!— la más espantosa anarquía, y que esa anarquía ha llegado a tan graves extremos, que ha hecho ya incognoscible la misma obra de Cristo, preci­samente porque hubo una ruptura con lo que siempre fue y siempre debe ser inmutable, delante de Dios y de los hombres.
¿Tenemos acaso que decir que la doctrina, las conde­naciones, los pronunciamientos decisivos, contra los errores presentes, dados por Pío IX y su Syllabus, por San Pío X y su Pascendi y su syllabus, por Pío XII y la Humani Generis y la Mediator Dei, en un siglo perdieron no su actua­lidad, sino su verdad intrínseca?
Ellos mismos lo confiesan. El jesuita Miranda y de la Parra lo ha dejado escrito: "esa manera de proceder ha acarreado, dentro de la Iglesia, una situación, que, por mu­cho que nos desagrade, se llama división". “No se trata de establecer un Pluralismo, sino de una división real y ver­dadera, con la que hay que contar en adelante".

Resumiendo el pensamiento progresista, la confesión de parte, que esta corriente demoledora ha dado de sí misma, debemos señalar estos tres puntos básicos, sobre los que el progresismo, más o menos auspiciado por la jerarquía, ha podido imponerse y propagarse en el pueblo católico.

a) Hay una división, una real oposición, entre las en­señanzas de los Papas preconciliares y las enseñanzas de Juan XXIII, Paulo VI y el Vaticano II. Negarlo es insin­ceridad o desconocimiento de lo que han dicho o enseñado los Papas.

b) Lógica consecuencia de la anterior afirmación: "La unidad del mundo católico está rota". "Resulta más humilde, aunque no precisamente más prometedor de la unidad católica", como afirma Miranda y de la Parra, el penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres; es decir, bautizar solemne­mente el comunismo, elevando a Marx y a todos los progenitores de la revolución mundial a la gloria de los altares.

c) Ante estas realidades espantosas, tenemos que afir­mar: Es un imperativo ineludible de nuestra conciencia el que nos obliga a no seguir ya en pos de esos malos pas­tores, por el honor de Dios, por el amor y la fidelidad que debemos a la Iglesia, fundada por Cristo, por nuestra eter­na salvación, por la salvación de las almas inmortales, re­dimidas por la Sangre del Redentor.
No podemos contentarnos ya con protestas y críticas ineficaces; no podemos unirnos a los "silenciosos", encabe­zados por el prototipo de las "falsas derechas", Cardenal Danielou, porque esta postura, que mezcla el "" con el "no", la tesis con la antítesis, es un proceso dialéctico, to­talmente incoherente e inconsecuente, que hace, como dije antes, el juego al enemigo, a los demoledoras de la Igle­sia, acrecentando el número de los inconscientes, de los que, como borregos, se suman al número de los afiliados, favoreciendo la confusión, acrecentando el progreso cre­ciente de la perversidad, de la subversión, de la ruina mis­ma de los pueblos cristianos.
Pero, dirá alguno que esta negación a seguir a los ma­los pastores, a los dirigentes de la "autodemolición" de la Iglesia coloca a los católicos fieles en una situación ANOR­MAL. Así es; nadie puede negarlo. Esta situación es anor­mal, terrible y dolorosamente anormal.
Pero, ¿quién nos ha conducido a esta situación? ¿Quién la ha provocado? ¿Quién la sigue favoreciendo? ¿Quién la ha llevado a estos extremos trágicos? Han sido los miem­bros de la Jerarquía (no todos; hay algunas y honrosas excepciones) los que, en modos diversos, —unos por su acción y otros por su omisión— pero todos ellos con una Innegable responsabilidad, han hecho esa que Paulo VI, en un momento de sinceridad, llamó la "autodemolición" de la Iglesia de Dios.
Por lo que toca a la postura de esas pobres víctimas de la presente situación, que resueltamente se niegan a seguir a esos falsos pastores, por el deseo sincero de pre­servar su fe y que, en su corazón, anhelan vivamente vol­ver cuanto antes a la situación normal, malamente puede ser acusada de cismática. Como sería falso e injusto el afirmar que estos fieles católicos, al proceder según su conciencia, están siguiendo el "libre examen" luterano; porque el "libre examen" de los protestantes significa an­teponer el juicio propio sobre el juicio del Magisterio Tra­dicional, autorizado, definitivo, que quiere hacer una nue­va religión, acomodada al juicio o conciencia de los refor­madores. Los católicos tradicionalistas, en cambio, se opo­nen a seguir a estos innovadores, que han roto el hilo de la tradición apostólica y que, con sus novedades sospecho­sas, cuando no abiertamente heréticas, han fundado una nueva religión, la del "aggiornamento", la del "diálogo", la del "ecumenismo". Con el pretexto absurdo y entreguista de “una apertura al mundo" han perdido el sentido cristiano y se han hundido en el espíritu moderno, sin Dios, sin religión y sin moral.
La actual lamentable situación prueba con evidencia cuánta razón tenía Su Santidad el Papa San Pío X, cuando nos advirtió que estuviéramos en guardia contra esa tendencia a querer "conciliar la fe con el espíritu moderno. Esta tendencia nos llevará, dice Pío X, mucho más lejos de lo que se puede sospechar, no sólo haciendo que nuestra fe decaiga, sino que se pierda totalmente", es de­cir, que incurramos en la apostasía. (27 de mayo de 1914).

Hay tres acontecimientos recientes, que confirman am­pliamente lo que en mi libro "LA NUEVA IGLESIA MONTINIANA" y en estas páginas llevo escrito. Me refiero al úl­timo Sínodo Episcopal, a la aparente liberación del Carde­nal Mindzenty, el heroico mártir de la Iglesia del Silencio, y a las componendas diplomáticas de Paulo VI y sus emi­sarios con los gobiernos comunistas, sometiendo a los po­bres ucranianos al Kremlin, por medio del Patriarcado Or­todoxo y cismático de Moscú.
Fuente: Fundación San Vicente Ferrer