martes, 25 de agosto de 2009

El hábito no hace al monje pero lo viste

Recordando al Cardenal Alfredo Ottaviani a los 30 años de su fallecimiento


Una cierta historiografía ideologizada ha intentado olvidar a uno de los grandes eclesiásticos del siglo XX

- Eminencia, ¿sabe que está considerado como el más obstinado conservador del Vaticano?
- ¿Cómo no, hijo mío? Sólo faltaría que precisamente yo me pusiese a querer cambiarlo todo. Yo he sido puesto aquí, en el Santo Oficio, para custodiar el tesoro de la Iglesia, es decir dogmas, posiciones doctrinales, ciertas leyes, ciertos artículos del Derecho Canónico que forman la verdad católica o los medios de tutela de esta verdad. Yo soy el carabiniere que custodia la reserva de oro. ¿Cree usted que cumpliría con mi deber desertando, dejando la vigilancia, descabezando sueños, cerrando un ojo? ¿Y cree usted que estaría bien que precisamente yo respaldase los movimientos que aportan mutaciones en los principio, o bien que favorecen reformas que a la larga pueden dar un significado diferente a los principios? La Iglesia vive un tránsito. Tenía ciertas leyes y ciertas convicciones. Mientras estaba en curso una “constituyente”, yo las he custodiado y las he defendido. ¿Ha comprendido?

Este diálogo tuvo lugar en 1967, en el curso de una entrevista concedida por el entonces prefecto de la flamante Congregación para la Doctrina de la Fe en el Palacio del Santo Oficio, pegado al recinto de la Ciudad Leonina, al influyente periodista italiano Alberto Cavallari, en aquella época director de Il Gazzetino de Venecia (y futuro director de Il Corriere della Sera). La respuesta del gran purpurado define lo que fue su vida entera al servicio de la Santa Sede, del Papado, de Roma, para él conceptos equivalentes. Roma es impensable sin el Papado y es al servicio de éste al que está la Santa Sede, que es como el gabinete ministerial de la Iglesia Católica. La estrella de Ottaviani se hallaba ya declinante, pero como los grandes astros agonizantes, emitía un fulgor deslumbrante. Nunca fue más grande este cardenal que cuando dejó de tener poder y debió hacer mutis por el foro. Se mostró leal a toda prueba a pesar de las ingratitudes y las decepciones. Se mantuvo adherido a la roca de Pedro con la fuerza de un molusco, a prueba del embate de las olas (y Dios sabe qué tempestades azotaron entonces las costas del Catolicismo).

En unos provocaba recelo; en otros, rechazo; en otros, en fin, conmiseración, la que se concede a los que se cree que no tienen remedio. Pero estos sentimientos nacían muchas veces de la ignorancia sobre la persona, postergada por la importancia decisiva del cargo que ejercía, ciertamente poco cómodo e ingrato, porque corregir al que yerra –aunque sea una de las obras de misericordia– resulta antipático. El cardenal Ottaviani puede ser considerado como el gran desconocido de entre los personajes que desempeñaron un papel importante en Historia de la Iglesia del siglo XX. Contribuir en dar a conocer su figura y su obra en su auténtica envergadura y lejos de los tópicos que demasiado tiempo las han rodeado es el objeto de estas líneas.

Los Ottaviani eran, a finales del siglo XIX, una de esas familias orgullosas de su romanidad de pura cepa, que se remonta por generaciones y generaciones hasta perderse en lo profundo de los siglos: lo que llama ser “romano di Roma”. La secular vecindad y sumisión al Papado hizo católicos sinceros y practicantes pero sin mojigatería; más bien con un sano desparpajo y desenfado en el trato con el clero que chocaría a cualquiera que no conociese la idiosincrasia de los romanos, que lo han sido visto todo: desde la santidad más acreditada hasta el triunfo de la más descarada mundanidad. Lutero vino a la Roma de Julio II y se escandalizó; los romanos simplemente se alzaban de hombros; si acaso, componían pasquines, pero nunca se les hubiera pasado por la cabeza rebelarse en nombre de una reforma. Su catolicismo es instintivo; quizás mezclado con algún resabio de la proverbial superstición de sus antepasados más antiguos, pero franco y sólido. No es casual que Roma sea la città delle edicole, de esas pequeñas capillitas u hornacinas adornadas con la imagen de la Madonna que campean en lo alto de las esquinas de sus edificios.

Enrico Ottaviani no era un hombre pudiente; se ganaba la vida con su oficio de fornaio (panadero). Había formado una familia numerosa con Palmira Catalini, la típica massaia dedicada a su hogar, a cuya economía contribuía no sólo con su sabia administración doméstica, sino con el empleo de bustaia (confección de sobres de carta), que podía llevar a cabo en casa en las pocas horas libres que le dejaba la atención de su extensa prole. Diez hijos había ya dado a luz cuando nació, el 29 de octubre de 1890, un niño al cual, siguiendo la extraña costumbre familiar, pusieron el nombre germánico de Alfredo (y todavía seguiría otro vástago). Muchos años después, el futuro cardenal bromearía sobre ello en plena polémica alrededor de la encíclica Humanæ Vitæ de Pablo VI: “Si mis padres hubieran pensado como los que hoy defienden la píldora seguro que yo no estaría en este mundo”. El hecho tuvo lugar en una morada en la Via dei Vecchiarelli en el romanísimo rione Ponte, el mismo donde algunos años antes había visto la luz otro romano di Roma que se haría célebre y que marcaría la vida de Alfredo Ottaviani: Eugenio Pacelli. Aquél, sin embargo, siempre se consideró trasteverino. Y es que siendo aún muy pequeño, la familia se trasladó a vivir al popular barrio de la orilla derecha del Tíber donde no se puede ser más romano.

El Trastevere es, junto con el Borgo, lo que queda de más auténtico de la Roma del popolino. Allí, en la estrecha Via dei Vascellari, cerca del antiguo puerto fluvial de Ripa Grande, donde atracaban las embarcaciones (i vascelli) puso su casa y panadería Enrico Ottaviani y allí, en medio de otras gentes modestas y trabajadoras, crecieron sus hijos, que se hicieron al genio y a la lengua romanescos, cantados por Gioacchino Belli y Trilussa. El romanesco o romanaccio es el dialecto propio del romano di Roma y una de sus inequívocas señas distintivas y el futuro cardenal del Santo Oficio lo llegaría a conocer bien y a hablarlo. El pequeño Alfredo cursó la educación primaria con gran aprovechamiento, pero no se crea que fuese lo que se suele decir un “empollón”. Tenía facilidad para el estudio y se sentía inclinado a él, pero, fiel a la antigua máxima clásica que asevera mens sana in corpore sano, dedicaba parte de su tiempo al ejercicio físico, al que, como Pacelli, atribuía una gran importancia, cultivándolo hasta la vejez. Sólo que a diferencia del que se convertiría en Pío XII, que era delicado de constitución, Ottaviani era fuerte y recio. Competía con sus compañeros de juegos en las típicas luchas cuerpo a cuerpo, que tanto gustan a los ragazzi, como atestiguan fotos de aquel tiempo.

Superada con las mejores notas la scuola elementare y fuertemente inclinado a la religiosidad, sus padres dieron su asentimiento para que ingresara en el Seminario Romano, dirigido entonces por monseñor Domenico Spolverini. Con sede en el antiguo Palacio de Letrán, el papa Pío X ha querido unirle el prestigioso y benemérito Seminario Pío, fundado sesenta años atrás por el papa Mastai-Ferretti bajo la protección de la Inmaculada. La institución resultante será un campo fértil del que se cosecharán ilustres dignatarios de la Iglesia. Los alumnos se nutrían intelectualmente con una enseñanza profunda y estaban en contacto con las autoridades más altas de la Iglesia. No era raro, pues, que apenas ordenados tuvieran ya un destino en la Curia Romana e hicieran una brillante carrera. También es de notar que estamos en plena época del antimodernismo, por lo cual se tenía especial cuidado en escoger el cuerpo docente para imbuir el sentido de la sana doctrina en los seminaristas, lo cual en Alfredo Ottaviani se logró con indudable éxito. Siempre recordaría con gratitud a los maestros que le enseñaron a distinguir e identificar los peligros contra la fe. Después de haber cursado con gran provecho la Filosofía y la Teología, fue ordenado sacerdote el 18 de marzo de 1916, celebrando su primera misa el día siguiente, festividad de san José, en medio del regocijo de su familia, superiores, amigos, condiscípulos y la buona gentarella de su amado Trastevere.

En estos años se muestra como un observador atento de su tiempo: estamos en plena época bélica. El Guerrone temido por san Pío X alcanza proporciones inauditas y se ha convertido en una trágica sangría, segando una cantidad sin precedentes de jóvenes vidas. También los clérigos deben partir al frente, como por ejemplo: Domenico Tardini, compañero de Ottaviani y Angelo Giuseppe Roncalli. Otros, como el mismo Ottaviani y su amigo Pietro Parente, logran librarse del servicio militar. Ello posibilita al primero continuar sus estudios para sacar la licenciatura en Derecho, especializándose en el Eclesiástico, sobre todo el público, del cual será con los años un brillante exponente. Al mismo tiempo desarrolla su apostolado entre el pueblo sencillo, al que le une una gran simpatía y afinidad. Ni aun como cardenal renegará de sus orígenes, recalcando siempre que su padre era “operaio panettiere” (“obrero del pan”). Por esta época inicia su ministerio pastoral en el Pontificio Oratorio de San Pedro, institución creada para educar y orientar a los niños y adolescentes pobres que pululaban en el Trastevere y el Borgo, lo que los monseñores vaticanos llaman con benevolencia la sacra canaglia, hacia los que siempre demostrará Ottaviani un paternal y abnegado afecto.

En 1919 entra a formar parte del engranaje de la Curia Romana llamado a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide en calidad de minutante bajo la guía del cardenal holandés Willem van Rossum, que quería desgajar la acción evangelizadora de los misioneros del colonialismo europeo. Aquí adquiriría Ottaviani ese sentido misional y de universalidad que plasmaría años más tarde Pío XII en su gran encíclica Fidei donum. Dos años más tarde, es señalado por monseñor Borgongini-Duca a la atención del papa Benedicto XV, que lo transfiere a la primera sección de la Secretaría de Estado. El 15 de marzo de 1922 entra a formar parte de la corte pontificia como chambelán privado de Su Santidad. Entre 1926 y 1928 será rector del Pontificio Colegio Bohemo, familiarizándose con la siempre cambiante y precaria realidad de los pueblos de la Mitteleuropa y del Este. Obtiene el tratamiento de monseñor anejo al título de prelado doméstico de su Santidad el 31 de mayo de 1927 por gracia de Pío XI. Tras la promoción episcopal de monseñor Ciriaci, nombrado nuncio apostólico, monseñor Ottaviani ocupa su puesto como sub-secretario de la sagrada Congregación para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios durante dos años, hasta que el 7 de junio de 1929, el año de la Conciliación, es nombrado Substituto de la Secretaría de Estado. En 1931 llega el título de protonotario apostólico, con lo cual, a los 41 años, es ya un prelado conocido y respetado, que ha aprendido en la escuela de la Secretaría de Estado a conducirse con exquisita diplomacia permaneciendo inequívocamente fiel a los principios.

Su entrada en el Santo Oficio data del 19 de diciembre de 1935 en calidad de asesor. Aprendió a montar guardia en torno al depositum fidei y en los siguientes treinta años no defraudó las expectativas cifradas en él para este delicado encargo. Su biógrafo Emilio Cavaterra traza de él un retrato de esta época que será válido para lo sucesivo: “Abierto y cordial en las relaciones humanas, severo e intransigente en materia de fe y de costumbres, caritativo y disponible para los humildes, los pobres, los marginados, pero también para los arrepentidos de la Iglesia”. A principios de 1937, se manifestarán los primeros síntomas de la afección ocular que, andando el tiempo, lo dejará casi ciego. Es tratado por el profesor Riccardo Galeazzi-Lisi, oculista al que el cardenal secretario de estado Pacelli ha confiado su salud como médico de cabecera. Ese mismo año trabaja sin tregua en la encíclica que Pío XI está preparando contra el comunismo. El estudio de la documentación y los informes que llegan sobre la tiranía en la Rusia soviética no le dejan lugar a dudas al asesor del Santo Oficio: se trata de un sistema “intrínsecamente perverso”, como en efecto lo definirá el papa Ratti.

Publicada la encíclica Divini Redemptoris, monseñor Ottaviani se toma un período de descanso y viaja a los Estados Unidos, que acababan de ser visitados el año anterior por Pacelli el “cardenal transatlántico panamericano” como lo llamó Pío XII. Visita Nueva York, Washington, Boston, Buffalo y llega a ver las cataratas del Niágara. De regreso a Italia en el Vulcania, toca Portugal, Gibraltar, Argelia y España. En ésta es recibido por el cardenal Segura, que, expulsado por la República, había podido regresar a la zona nacional. El purpurado español le cuenta las atrocidades de la persecución religiosa que están llevando a cabo los rojos, es decir, los comunistas, informaciones que el siempre despierto y atento monseñor de la Curia Romana tendrá siempre muy en cuenta.

Desembarcado en Nápoles, toma el tren para Roma y se incorpora de nuevo a la rutina del trabajo, por razón del cual es recibido en audiencia regularmente por Pío XI. La salud de éste no es buena y da no pocos sobresaltos entre mejorías inesperadas y agravamientos alarmantes. Se diría que el Papa declina al mismo ritmo que la paz en Europa. Como siempre, monseñor Ottaviani observa y anota los acontecimientos que se precipitan: el Anschluss, la conferencia de Munich, la anexión de los Sudetes y la constitución del Protectorado alemán de Bohemia y Moravia, acontecimientos estos dos últimos a los que fue especialmente sensible el que había sido rector del Pontificio Colegio Bohemo. También en Italia las cosas empeoran: Mussolini adopta las leyes raciales y hostiga a la Iglesia. Pío XI muere en un estado de cosas que está apunto de estallar. Para sucederle es elegido el cardenal Pacelli, prácticamente designado por su antecesor. Toma el nombre de Pío XII y será el papa de Ottaviani.

Cambiaron los tiempos en el mundo y en la Iglesia, pero el Cardenal permaneció “Semper Idem”

Los primeros años del pontificado pacelliano estuvieron lógicamente condicionados por la Segunda Guerra Mundial, que estalló a escasos seis meses de la elección de Pío XII, que, al igual que su predecesor Benedicto XV, intentó en vano detenerla hasta el último momento, sin que los grandes de este mundo prestaran atención a su conjuro: “Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra”. La Secretaría de Estado tuvo que desarrollar un trabajo mucho más intenso que de ordinario para mantener la neutralidad de la Santa Sede y a la vez defender los intereses de los católicos en los países beligerantes y organizar la ayuda a las poblaciones afectadas a través de la red de las nunciaturas apostólicas, que demostrarían su utilidad y eficacia en un contexto de extrema precariedad.

Monseñor Ottaviani, en su calidad de asesor del Santo Oficio, era recibido regularmente por el Santo Padre en audiencia, por lo que fue un testigo de primera mano de todo lo que se vivió en el Palacio Apostólico en aquellos años trágicos, sobre todo del terrible dilema que tenía ante sí Pío XII de denunciar claramente a la barbarie nazista y provocar con ello, como represalia, su recrudecimiento, o bien mantener una actitud de indirecta censura –sin acusaciones estentóreas– que le permitiera continuar prestando y aumentar su valiosa ayuda concreta a las víctimas. Tanto Ottaviani como el cardenal Maglione, secretario de Estado, y sus colaboradores más inmediatos, los monseñores Tardini y Montini, se mostraron de acuerdo con la vía elegida por el Papa: la de actuar amparado en la discreción, lo cual a la postre resultó de mucho mayor provecho para los perseguidos.

En 1942, en pleno fragor bélico, celebró el Papa su jubileo episcopal. Se filmó para la ocasión un documental sobre él y sobre la vida cotidiana en el Vaticano. La dirección estuvo a cargo de Romolo Marcellini, que le puso por título el lema que en la profecía de san Malaquías correspondía a Pío XII: Pastor Angelicus. En diciembre se proyectó la película, justamente en el Pontificio Oratorio de San Pedro con la complacencia de monseñor Ottaviani, que la juzgó “óptima”.

Acabada la terrible contienda quedaba todo por reconstruir. La Iglesia se alzaba entonces como la única autoridad moral incólume y el Romano Pontífice lanzó una cruzada para que el nuevo orden de Europa y del mundo se levantara sobre las bases de la civilización cristiana, tanto más necesaria cuanto que acechaba amenazante un peligro muy real: el del comunismo soviético, vencedor con los Aliados (después de haberse entendido con la Alemania nazi durante dos años) y que había cobrado su parte del botín invadiendo los países del Este de Europa y sojuzgándolos bajo su tiranía a vista y paciencia de un Occidente complaciente, que no quería ver que la ideología misma del marxismo era internacionalista y tenía vocación de expansionismo. Donde no podía plantar su bota de momento, el gigante soviético infiltraba su ideología deletérea a través de los partidos comunistas.

En Italia el riesgo de asalto al poder del comunismo era muy real como se vio durante la auténtica guerra civil que azotó la Emilia-Romaña en 1945 y 1946. Además, en las elecciones plebiscitarias de este último año el PCI de Palmiro Togliatti obtuvo un alarmante 19% de los votos. Pío XII creyó su deber apoyar con todo el peso de su autoridad a la Democracia Cristiana para contrarrestar el avance de los comunistas, cuyo sistema era responsable de los indecibles sufrimientos de la Iglesia del Silencio. Monseñor Ottaviani era de la misma idea. Era necesario, además, recordar a los creyentes sus deberes políticos y su obligación de no apoyar a ideologías o partidos contrarios a la doctrina cristiana. El asesor del Santo Oficio se puso entonces manos a la obra y elaboró el decreto de excomunión de los católicos que colaboraran con el comunismo, sea afiliándose al partido, que difundiendo su propaganda o votando a sus listas en las elecciones, considerándoselos como apóstatas de la fe. Pacelli aprobó la medida y mandó a Ottaviani que se publicase, lo cual hizo éste el 1º de julio de 1949. De esta manera, se hacía operativa la encíclica Divini Redemptoris de Pío XI, de la cual el decreto del Santo Oficio no era sino la lógica consecuencia.

Un aspecto poco conocido del pontificado pacelliano fue el proyecto de un concilio ecuménico que completara el Vaticano I (suspendido por causa de la toma de Roma por los piamonteses en 1870), lo cual le fue sugerido al Papa por el cardenal Ernesto Ruffini a principios de 1948, siendo monseñor Ottaviani quien insistió ante aquél para que lo llevara a cabo con el objeto de condenar los errores modernos, especialmente el comunismo, actualizar el Derecho Canónico e impulsar el apostolado seglar y la Acción Católica. El concilio sería, además, el marco adecuado para la proclamación del dogma de la Asunción. Pío XII nombró una comisión presidida por Ottaviani para estudiar las posibilidades y alcances de la futura asamblea. La conclusión a la que se llegó fue que el trabajo era enorme y requería una preparación cuidadosa, que fue confiada a cinco comisiones nuevas (teológica, pastoral, canónico-litúrgica, misional y de cultura y acción cristiana) bajo la dirección de la comisión original convertida en central y presidida esta vez por monseñor Borgongini-Duca. El Santo Oficio y su asesor tuvieron parte importante en los trabajos, cuyos resultados fueron remitidos en enero de 1951 al Papa, quien, sintiéndose demasiado delicado de salud como para emprender una empresa de semejante envergadura, desistió de convocar el concilio. Fue quizás una oportunidad perdida, ya que si el Vaticano II hubiese tenido lugar en este momento en el que la autoridad de la Iglesia era firme y monolítica, no se hubieran dado las condiciones para una aplicación rupturista de sus decretos como pasó después.

Pío XII era muy consciente de que, a pesar de las apariencias, existía un movimiento de socavamiento en el interior de la Iglesia, llevado a cabo por los herederos de los modernistas: los partidarios de la llamada Nouvelle Théologie. Era necesario atajarlos y lo hizo mediante la encíclica Humani generis de 1950, para la que el Pontífice contó con el valioso asesoramiento de monseñor Ottaviani y el Santo Oficio. A éste, que era entonces el más importante dicasterio de la Curia Romana (hasta el punto que se le llamaba Suprema Sagrada Congregación o simplemente la Suprema), atribuía Pacelli una gran importancia, tanta que en cierta ocasión dijo a monseñor de Castro Mayer, obispo de Campos, estas clarividentes palabras: “El día que la sagrada congregación que vigila la Fe afloje la mano habrá llegado el momento del futuro ataque a la Iglesia perpetrado por aquellos elementos incrustados en su propio seno”.

Un asunto en el que intervino decisivamente Ottaviani fue la supervivencia de la Soberana Orden Militar de Malta, que, a principios de los años cincuenta, fue objeto de los ataques de dos poderosos cardenales de la Curia: Nicola Canali y Giuseppe Pizzardo. Se le negaba el carácter religioso, aduciendo que era tan sólo una orden caballeresca y se pretendía fusionarla con la Orden del Santo Sepulcro. La resistencia de Fra Angelo de Mojana di Cologna, sucesor –en calidad de Lugarteniente– del príncipe Ludovico Chigi della Rovere Albani, Gran Maestre (muerto en 1951), provocó la intervención del Papa, que hizo instruir un proceso en el que monseñor Ottaviani fue el promotor de Justicia. Su ardiente defensa, basada en una apología histórico-jurídica de la benemérita Orden Sanjuanista, fue determinante en la salvación de ésta y el 24 de junio de 1952, el Tribunal compuesto de cardenales y prelados dio su dictamen positivo a favor de los Caballeros de Malta.

En el consistorio del 12 de enero de 1953, Ottaviani fue creado cardenal por Pío XII, quien le asignó la diaconía de Santa María in Domnica. Una vez en posesión del rojo capelo, fue promovido a pro-secretario del Santo Oficio (de hecho era él quien llevaba el peso de esta congregación desde hacía tiempo). De esta manera se convertía en uno de los personajes más influyentes y con más predicamento de la Curia. Pero no se crea que el nuevo príncipe de la Iglesia olvidó su humanidad con la púrpura. De su mensa cardenalicia pagaba las pensiones y los estudios de no pocos muchachos de su amado Oratorio de San Pedro, del que se constituyó en protector y al que favoreció cuanto pudo, atrayendo hacia él, además, el interés de otros benefactores, como el cardenal Francis Spellman, amigo de Pío XII, y que disponía de importantes recursos financieros gracias a la caridad de los católicos estadounidenses.

Al morir Pío XII el 9 de octubre de 1958, se abría una difícil sucesión. Muchos veían en el cardenal Siri de Génova, que le era absolutamente devoto, al que aseguraría la herencia pacelliana, pero su extrema juventud para la época hizo temer un pontificado demasiado largo y se barajaron otros nombres como el armenio Agagianian, prefecto de Propaganda Fide (al que primero apoyó Ottaviani), y Elia Dalla Costa, el combativo arzobispo de Florencia. El ala más a la izquierda del cónclave quería papa al arzobispo de Milán, monseñor Montini, antiguo y estrecho colaborador de Pío XII y de formación liberal y democrática, pero el problema de su elección consistía en que no era cardenal y desde 1378 no se había hecho papa a ninguno fuera del Sacro Colegio. El cardenal Ottaviani se fijó entonces en el patriarca de Venecia, el cardenal Roncalli y le dio su apoyo, convirtiéndose así en el gran elector de Juan XXIII, en quien todos vieron a un ideal papa de transición.

Pero el bueno de Roncalli sorprendió a todos con una inusitada energía. El 25 de enero de 1959 anunció en la basílica de San Pablo Extramuros la convocación de un concilio ecuménico que no sería la continuación del Vaticano I, sino una asamblea pastoral para poner al día la Iglesia (lo que se llamó el aggiornamento), a fin de que respondiera a los retos planteados por la sociedad moderna. El cardenal Ottaviani habló entonces al Papa del proyecto elaborado bajo Pío XII, convenciendo al Papa de la necesidad de que la Curia Romana preparase los trabajos conciliares, en lo cual Roncalli estuvo de acuerdo. Se formó una comisión anteprepatoria presidida por el cardenal Tardini, secretario de Estado, y con monseñor Pericle Felici como secretario, ambos amigos del pro-secretario del Santo Oficio, que fue promovido a secretario en noviembre de aquel año. La comisión se encargó de ordenar la inmensa documentación que llegó de la consulta hecha a los obispos de todo el mundo sobre los temas a tratar y sentó las bases del trabajo de la comisión preparatoria que la substituyó en noviembre de 1960. Se confeccionaron setenta esquemas que se presentarían a la discusión en el aula conciliar, todos satisfactorios desde el punto de vista del Santo Oficio aunque no para el ala liberal de la Iglesia, capitaneada por el cardenal Joseph Frings de Colonia (que se había llevado como peritus a un teólogo bávaro llamado Joseph Ratzinger).

El beato Juan XXIII es tenido como un papa de vanguardia y como precursor de la revolución post-conciliar. Nada más desacertado. Su preparación teológica era tradicional y su estilo muy conservador, incluso en las formas. Como su predecesor en la sede patriarcal de Venecia y en el solio de Pedro san Pío X, era una persona de gran humildad y sencillez, pero no quiso prescindir del boato de la corte pontificia porque sabía distinguir a la persona de la función y tenía una alta idea de su investidura como Vicario de Cristo. En 1960 quiso hacer una especie de ensayo de lo que debía ser el concilio ecuménico y convocó el Sínodo Romano (cosa que no se hacía desde 1725), cuyas actas son todo menos revolucionarias. El Papa estaba tan satisfecho de los resultados que mandó encuadernar lujosamente de su propio peculio el libro con los documentos sinodales para regalarlo a sus visitantes. También Juan XXIII quiso impulsar el estudio del latín (que empezaba a ser contestado) mediante una solemne constitución apostólica Veterum sapientia de 1962. El Papa de la paz y de la distensión, que recibía a la hija y al yerno de Kruschev y contribuía a conjurar la crisis de los misiles era el mismo que en 1959 había renovado, con gran satisfacción de Ottaviani, el decreto del Santo Oficio de 1949 contra el comunismo. Y aunque se consideraba a sí mismo más pastor que teólogo, sabía reconocer el peligro de la Nueva Teología y puso su firma en el monitum que había preparado el cardenal de la Suprema por el que se condenaba las obras del P. Teilhard de Chardin (imbuidas de un extraño evolucionismo).

El 15 de abril de 1962, mediante el motu proprio Cum gravissima, el Papa dispuso que todos los cardenales del Sacro Colegio debían ser obispos y procedió personalmente a la consagración episcopal de doce de ellos, entre los cuales se contaron Alfredo Ottaviani y el gran latinista Antonio Bacci, que iban a tener juntos un papel protagónico en el futuro en uno de los episodios más controvertidos del post-concilio. Pero no adelantemos hechos. Ottaviani recibió la plenitud del sacerdocio el 19 de abril de 1962 en la basílica de San Juan de Letrán, habiendo sido precedentemente preconizado arzobispo titular de Berrea en Macedonia. Co-consagrantes suyos fueron los cardenales Pizzardo y Aloisi Masella. Ahora era cuestión de aprestarse a participar en el Concilio del papa Juan y sólo Dios sabía las batallas que le estaban deparadas al secretario del Santo Oficio.

Juan XXIII inauguró el concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962 con un discurso en el que no dudó en fustigar a los que recelaban de los peligros que para ellos suponía la llamada civilización moderna, que temían que contagiase a la Iglesia: «En el cotidiano ejercicio de Nuestro pastoral ministerio, de cuando en cuando llegan a Nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida.... [...] Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente».

¿A quiénes se refería el Papa? Algunos vieron al cardenal Ottaviani como el principal blanco de estas palabras contundentes. Y es que en los últimos dos años se había ido produciendo un distanciamiento entre Roncalli y el que había sido su principal promotor en el cónclave de 1958. No ciertamente en cuestiones de fondo (Juan XXIII tenía plena confianza en el trabajo del Santo Oficio bajo la guía de su secretario, tanto que firmaba los decretos que éste le presentaba sin repasarlos), pero sí de actitud. El Pontífice era un optimista nato y demostró en no pocas ocasiones su ingenuidad respecto de situaciones y personas. Ottaviani, en cambio, siempre vigilante, no era entusiasta sobre la tendencia aperturista en materia política y religiosa que iba manifestándose. En el entorno papal era malquisto y ciertos personajes se encargaban de sembrar cizaña entre él y Juan XXIII, como el cardenal tuvo más de una ocasión de comprobar.

Ya desde las primeras reuniones en el aula conciliar se manifestó una clara división polarizada en dos alas: la tradicional de la Curia y la liberal del Rin (que abarcaba a los padres de Alemania, el Benelux y el Norte de Francia). En medio había una extensa franja de obispos que podría llamarse neutral, pero no por una equidistancia entre las dos posiciones enfrentadas (la mayoría era más bien conservadora), sino porque no sabían cómo actuar en una asamblea de la importancia y envergadura del Vaticano II. En el ala tradicional destacaban los cardenales Ottaviani, Siri, Browne y Ruffini, mientras el ala liberal estaba liderada por Frings, Suenens, Alfrink y Liénart. Aunque los liberales comenzaron siendo una minoría en el concilio, estaban muy bien organizados y contaban con la simpatía de una opinión pública inclinada a posiciones de vanguardia por influjo de los medios de comunicación. Así las cosas, decidieron tomar las riendas desde el principio.

Comenzaron por descartar las listas de los representantes de las distintas comisiones conciliares, exigiendo nuevas elecciones, que se llevaron a cabo y en las que, gracias a una campaña de propaganda bien orquestada dirigida a captarse a la mayoría neutral, lograron acaparar el 75% de los puestos. El segundo golpe fue el descarte de prácticamente todos los esquemas pacientemente elaborados por las comisiones pre-conciliares. Eran más de setenta documentos desechados sin más con la anuencia del mismo Papa que apenas unos días antes había afirmado que «tres años de laboriosa preparación, consagrados al examen más amplio y profundo de las modernas condiciones de la fe [...] Nos han aparecido como una primera señal y un primer don de gracias celestiales». Así, el fruto de esos tres años se quedaba en nada y el que había sido encomiado como el concilio mejor preparado de la Historia debía comenzar prácticamente de cero.

El único esquema que sobrevivió al general naufragio fue el de Sagrada Liturgia, el primero en ser propuesto a los padres conciliares y que dio lugar a las más ásperas discusiones entre los defensores de la continuidad y evolución homogénea del culto católico y los partidarios de las teorías del moderno movimiento litúrgico (muy distinto del que había fundado Dom Prosper Guéranger). El latín como lengua litúrgica fue motivo de una de las más ardientes batallas. El cardenal Ottaviani tomó la palabra el 30 de octubre de 1962 y se dirigió a los padres con verbo admonitorio sobre los drásticos cambios que se pretendía introducir en el ordinario de la misa: “¿Estamos acaso buscando suscitar maravilla o incluso quizás hasta escándalo entre el pueblo cristiano introduciendo cambios en un rito tan venerable y aprobado después de tantos siglos y que ahora nos es familiar? El rito de la Santa Misa no debe ser tratado como si fuera una prenda de vestir que deba ser remodelada según el gusto de cada generación”. Como refiere el P. Ralph Wiltgen en su libro The Rhin flows into the Tiber: “Hablando sin texto, debido a su parcial ceguera, excedió el límite de diez minutos que se había dicho a todos que se respetara. El cardenal Tisserant, decano de los presidentes del Concilio, mostró su reloj al cardenal Alfrink, que era quien presidía aquella mañana. Cuando el cardenal Ottaviani llegó a los quince minutos, el cardenal Alfrink hizo sonar la campanilla en señal de atención, pero el orador estaba tan enfrascado en su tema que no la oyó o hizo como que no la oía. A una señal del cardenal Alfrink, un técnico desconectó el micrófono. Después de comprobar que no funcionaba golpeándolo con los dedos, el cardenal Ottaviani, humillado, cayó pesadamente sobre su silla. El más poderoso cardenal de la Curia Romana había sido hecho callar”.

Otro episodio del que Ottaviani fue protagonista se desarrolló en torno al esquema llamado De las fuentes de la Revelación, que el secretario del Santo Oficio defendía con brío. El ala del Rin logró que una mayoría de los padres lo rechazaran, pero no se alcanzaron los dos tercios necesarios de votos para eliminar un esquema presentado con la autoridad del Papa. El cardenal Bea acudió a Juan XXIII y éste decidió retirarlo, nombrando una comisión bicúspide presidida por Ottaviani y Bea, para que se pusieran de acuerdo las dos corrientes enfrentadas en el Concilio sobre un nuevo esquema (que fue la base de la constitución Dei Verbum). La libertad religiosa también fue un capítulo polémico. El cardenal del Santo Oficio, que era un excelente canonista, era partidario de la doctrina tradicional de la tolerancia, porque, de otro modo, admitido un derecho irrestricto a la libertad religiosa se lesionaba el Derecho público de la Iglesia. La Declaración conciliar que el cardenal Bea quería sacar adelante sobre el tema le parecía a Ottaviani que anulaba los concordatos que la Santa Sede tenía con países como Italia y España, en los cuales la Iglesia gozaba de una posición privilegiada, y así lo manifestó dramáticamente en el aula conciliar.

En medio de las discusiones, se había organizado un grupo de padres conciliares bajo la protección del cardenal Ottaviani y de sus colegas del ala de la Curia. Se llamó el Coetus Internationalis Patrum y comprendía unos 450 prelados, entre los que destacaron el entonces superior general de la congregación del Espíritu Santo, monseñor Marcel Lefebvre, monseñor Luigi Maria Carli (obispo de Segni), y dos jerarcas brasileños particularmente aguerridos: Dom Geraldo de Proença Sigaud (arzobispo de Diamantina) y Dom Antonio de Castro Mayer (obispo de Campos). Desgraciadamente, sus iniciativas eran sistemáticamente saboteadas desde la presidencia central del concilio. El cardenal Siri nos ha dejado el testimonio más autorizado sobre la actuación del secretario del Santo Oficio, el padre conciliar más criticado dentro y fuera del aula del Vaticano II: “El cardenal Ottaviani siempre tomó parte en la defensa de la verdad. Estábamos a menudo en relación yo, él, Browne y Ruffini. Estábamos unidos para resistir a las presiones. En él la firmeza de las decisiones se manifestaba en aspectos oratorios más bien fuertes: no tenía miedo a nada y no era el miedo el que lo hacía intervenir; su temperamento en defensa de la verdad era combativo. Había un pleno acuerdo entre nosotros. Era evidente que se trataba de un hombre que ardía de adhesión a la Fe y a su integridad. Querría insistir en esta palabra: ardía”.

El Concilio se acabó en 1965 bajo otro papa: Pablo VI, al que Ottaviani, en su calidad de cardenal protodiácono, había impuesto la sacra tiara el 30 de junio de 1963, en lo que sería la última ceremonia de coronación de un romano pontífice. Al final, los documentos conciliares fueron textos de compromiso en los que quedaba, sí, salva la ortodoxia (prueba de ello es que el cardenal Ottaviani firmó las actas conciliares en su totalidad, como haría también, por cierto, monseñor Lefebvre), pero que constituían un campo sembrado de lo que Michael Davies llamó “bombas de relojería”, que serían hechas estallar oportunamente en el momento de la aplicación práctica del Vaticano II. El papa Montini, había tenido él mismo que imponer su autoridad cuando mandó insertar como apéndice a la constitución sobre la Iglesia una nota explicativa previa para aclarar el tema de la colegialidad, que no quedaba claro en el texto aprobado por los padres, dejando resquicios por los que se podía colar la idea de que el Romano Pontífice no era sino un primus inter pares.

Pablo VI había estado a las órdenes de Ottaviani en los comienzos de su carrera en la Secretaría de Estado y tenía buenos recuerdos de esa etapa porque el entonces su superior de entonces era una persona afable y cordial y no hacía pesar su autoridad. Después las carreras de ambos se separaron al entrar éste en el Santo Oficio. En la Curia Romana siempre había habido dos tendencias: la de los zelanti (que priorizaba la defensa de la fe y de la moral) y la de los politicanti (que prefería las vías de la diplomacia). Estaban representadas respectivamente por el Santo Oficio y la Secretaría de Estado. Pío XII había mantenido un sabio equilibrio entre ambas, pero después del Concilio la situación había cambiado. Pablo VI, papa personalmente ortodoxo (ahí están su Credo de Dios y la encíclica Humanæ Vitæ, por poner un par de ejemplos), pensaba que la Iglesia debía ser flexible en el ámbito de las realidades concretas, sobre todo en sus relaciones con un mundo en tensión. Así pues, quiso potenciar la autoridad de la Secretaría de Estado, haciendo de ella el primer organismo de poder en el Vaticano, una especie de super-dicasterio. Emprendió para ello una profunda reforma de la Curia Romana de la cual fue la principal perjudicada la congregación que presidía Ottaviani. Ya en febrero de 1966 se le había cambiado el nombre de Santo Oficio por el de Doctrina de la Fe, convirtiéndose su secretario en pro-prefecto. Pero por el motu proprio Regimini Ecclesiae universae de 1967, se le quitó el carácter de Suprema y se determinó que, en lo sucesivo, ya no sería el Papa su prefecto, sino un cardenal (lo cual representaba una capitis deminutio en toda regla).

Ottaviani, era respetuoso de las conveniencias y entendió el mensaje, poniendo su cargo a la disposición del Papa. Pero éste, que en el fondo lo apreciaba y necesitaba a alguien con su temple en la defensa de la fe católica, puesta en entredicho por el nuevo secularismo, lo nombró prefecto de la congregación así remodelada en agosto de 1967. Pero no duró mucho en el cargo porque no se sintió con la libertad de acción de la que había gozado bajo Pío XII y el beato Juan XXIII para la defensa de la Fe. Había visto caer una a una las barreras contra el error: el Índice de libros prohibidos, la censura eclesiástica previa para los escritos doctrinales, el juramento antimodernista… Y él era un hombre de principios. No podía honestamente seguir ejerciendo un cargo teniendo atadas las manos y padeciendo a menudo las cortapisas provenientes de la Secretaría de Estado. El cardenal que había defendido el Derecho público de la Iglesia y se había constituido en el gran adversario del comunismo ateo no podía, por supuesto, estar de acuerdo con el desmantelamiento de los Estados católicos y la Östpolitik promovidos desde el tercer piso del Palacio Apostólico. El 6 de enero de 1968, a los 78 años de edad y después de más de treinta defendiendo el dogma católico, presentó su dimisión al Papa, que la aceptó, pero le concedió el título honorífico de “Prefecto emérito”.

Los diez últimos años de su vida los transcurrió el cardenal Ottaviani en un retiro activo, dedicado a su querido Oratorio de San Pedro y al Oasis de Santa Rita –orfanato y casa de reposo fundado por él en Frascati– y siempre atento a la evolución de los acontecimientos eclesiales. En 1969, al promulgar Pablo VI un nuevo Misal Romano, le dirigió juntamente con el cardenal Antonio Bacci, un Breve Examen Crítico del Novus Ordo Misæ. En 1970 se vio afectado por la medida papal que establecía la exclusión de los cardenales del cónclave al cumplir los 80 años. Pablo VI, a pesar de la divergencia de estilo, mostró siempre su aprecio al antiguo “carabiniere della chiesa”. Poco después de la publicación del Breve Examen Crítico, fue a visitarlo en su convalecencia de una operación relacionada con su afección ocular. El 15 de marzo de 1976, le dirigió una afectuosa carta de felicitación por los sesenta años de su ordenación sacerdotal. Pero el anciano príncipe de la Iglesia sobreviviría al papa Montini y tendría aún tiempo de conocer a otros dos pontífices.

El último año de su vida, su salud declinó considerablemente hasta el punto que debió quedarse recluido en su apartamento en el Palacio del Santo Oficio y tuvo que espaciar la celebración de la misa. A principios del verano hubo de ser hospitalizado y fue claro que ya no se recuperaría. Empezó a sumirse en un sopor de cual sólo se despertaba brevemente al susurro de las oraciones de sus visitantes. El viernes 3 de agosto de 1979 rendía su alma a Dios este intrépido defensor de la fe católica y de los derechos de la Iglesia, cuyo lema había sido “Semper Idem”, expresión no de inmovilismo, sino de fidelidad. El papa Juan Pablo II quiso celebrar personalmente sus exequias en la Basílica Vaticana el siguiente lunes 6 (antes de que recibiera sepultura San Salvatore in Ossibus, la iglesia del capítulo canonical vaticano), pronunciando una homilía cuyas primeras palabras definen a la perfección quién fue Alfredo Ottaviani y con las que ponemos punto final a esta semblanza de:

«Ecce sacerdos magnus, qui in diebus suis placuit Deo et inventus est iustus (cf. Sir 44, 16-17): Son éstas las primeras palabras que espontáneamente me vienen a los labios en el momento en que ofrecemos a Dios el sacrificio eucarístico y nos disponemos a dar el último adiós al venerado hermano cardenal Alfredo Ottaviani. Realmente ha sido un gran sacerdote, insigne por su religiosa piedad, ejemplarmente fiel en el servicio a la Santa Iglesia y a la Sede Apostólica, solícito en el ministerio y en la práctica de la caridad cristiana. Y ha sido al mismo tiempo un sacerdote romano, es decir, adornado de ese espíritu típico, quizá no fácil de definir, que quien ha nacido en Roma —como él nació diez años antes de finalizar el siglo XIX— posee como en herencia y que se manifiesta en una adhesión especial a Pedro y a la fe de Pedro e incluso en una exquisita sensibilidad por lo que es y hace y debe hacer la Iglesia de Pedro».

Tomado de Schola Veritatis

“El Temor de Servir”

“El Temor de Servir”


Desde el Pecado de Adán y Eva el temor de servir es una constante. Así como en las mediciones de la física o de la química se dan efectos constantes, sucede de manera similar en la conducta moral de los hombres. Digo conducta moral porque de eso se trata. Cuando los actos de un hombre no son automáticos, inconscientes o indeliberados, son entonces lo contrario, aquí son actos humanos, actos morales, actos buenos o malos, meritorios o nó, dignos de premio o de castigo.

Antes del Pecado Original el hombre no calculaba. Era feliz y dichoso haciendo la voluntad de Dios, por eso básicamente su paraíso era un paraíso de delicias, porque todo era bueno, bueno él y sus acciones, buenísimo Dios quien era Autor de toda esa bondad y que se complacía en el hombre a quien había creado.

El Pecado Original modificó esta honda disposición del alma del hombre y con ella la de todas las almas. Si el hombre antes era todo inocencia, con aquella falta primigenia generáronse en él las disposiciones contrarias, el ojo puro conoció la picardía, la curiosidad y la lascivia; el corazón recto concibió el doblez y el engaño; el valor ensayó sus primeras cobardías; el tesón, el esfuerzo, la virilidad y la reciedumbre claudicaron, a veces mucho, a veces poco, ante la pereza, la blandura y la comodidad.

Desde el Pecado Original nada grande puede hacerse sin esfuerzos, porque el pecado, revolviéndolo todo, lo apartó de su meta originaria. Si todo debía dirigirse a Dios, al apartarse de Dios por el pecado, ya no supo a dónde dirigirse y en su marcha errante fueron las creaturas proponiendo sus convites, sus atractivos, sus aparentes felicidades y aún lo siguen haciendo no permitiendo al hombre que vea a su Creador. Así cobra pleno entendimiento aquella frase divina del Salvador “Quien quiera venir en pos de Mi niéguese a si mismo” (S. Mateo XVI, 24). Si miramos bien la frase ella tiene dos partes. La segunda “niéguese”, que es un imperativo, una orden del Salvador y, por lo mismo, algo ineluctable, inevitable, necesario si hemos de seguirle. La primera “quien quiera venir…”, que a todas luces parece considerar la voluntad del hombre, la libertad de la creatura, la grandeza de alma del alma que la escucha.

Salvarse es un imperativo (“Quien no creyere ni se bautizare se condenará”, S. Marcos XVI, 16).

Seguir a Dios de más cerca, breve, servirlo, no siempre es una orden sinó que, las más de las veces es una invitación.

Dirán algunos: - Si es invitación, la invitación no es obligación.

Contestemos con una frase del Divino Salvador. Cuando Nuestro Señor terminó su sermón sobre el Pan Vivo bajado del Cielo (S. Juan VI, 58) muchísimos de sus oyentes le dejaron, tanto es así que vuelto a sus discípulos les dijo estas palabras: “¿Acaso también vosotros queréis iros?” (S. Juan VI, 67). La pregunta del Rey de los Mártires no expresaba una orden pero ¿Acaso no expresaba su voluntad, lo que Él quería y ansiaba, la más ardorosa voluntad de que sus discípulos no le fallaran? Que lo niegue quien quiera ser blasfemo.

Cuando los hijos del Zebedeo fueron con su madre a pedir a Nuestro Señor sentarse cerca suyo en su reino, Cristo les mandó algo o sólo preguntó: “¿Podéis beber el Cáliz que Yo he de beber?” (S. Mateo XX, 22).

¿Qué contestaron ellos?: “Possumus!” “¡Podemos!”.

No es lo mismo que decir ¿Os atrevéis, y esperar justamente ese atrevimiento, ese valor y esa entrega?

Con ese argumento falacioso de que la invitación no obliga, más de uno faltó a las Bodas del Cordero.

Si la Patria estuviera en guerra, (y quizás lo está) y una guerra terrible, cruenta, generalizada ¿Podría decirse “si me convocan voy”?

Es cierto que Dios invita “He aquí que estoy a la puerta y golpeo, si alguien quisiera abrirme la puerta entraré a él y cenaré con él” (Apoc. III, 20); “Si quieres ser perfecto, va vende lo que tienes dalo a los pobres y sígueme” (S. Mateo XIX, 21); pero igual o más cierto es también que está esperando que lo sigan y que el convite se haga realidad sinó no hubiera puesto aquel detalle el Evangelista: “Jesús, pues, mirándole quedó prendado de él y le dijo una cosa te falta, va vende lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme” (S. Marcos X, 21).

¿Qué lo prendó? ¿No está Dios prendado de todos?

Dos cosas lo prendaron:

- La virtud “guardé todo eso desde mi juventud” (San Marcos X, 20).

- El deseo “¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?” (S. Marcos X, 17).

“¿Qué he de hacer? Dime qué haga.” Aquí no es la virtud sinó la generosidad. Eso prenda a Dios, la grandeza de darse que ciertamente nó todos tienen, que también ciertamente fue Dios quien la puso en las almas y que espera Dios que los hombres que la tienen la usen. Por eso aquél “¿Podéis?” (S. Mateo XX, 22) a San Juan y Santiago que contestó el viril “¡Podemos!” de los Santos.

El servicio de Dios no depende de lo que cada quien necesita sinó de lo que Dios quiere y necesita para las almas. Si uno piensa en si mismo nunca se le hará atractiva la guerra. Es más, la guerra no es atractiva ni lo será nunca. Pero cuando ella es una necesidad imperiosa, cuando principios superiores están en juego, cuando los intereses propios son nada comparados a los de la Patria o los de la Santa Iglesia, entonces sería mezquindad y mezquindad grave el querer ocuparse sólo de lo propio esperando que aparezcan valientes desde otra parte para defender lo nuestro. Nada es tan nuestro como nuestra Fe, nuestra Religión o nuestra Patria.

La gente piensa que no es grave que destruyan la Fe, la Iglesia, la Religión. Fe, Iglesia y Religión no son conceptos sinó realidades que sí expresan los conceptos y los términos que usamos; Jesucristo nuestro Señor fundó a la Santa Iglesia, estableció nuestra Religión, nos enseñó la Fe, murió para refrendar todo eso con su Sangre de valor infinito. ¿Estimaríamos poca cosa lo que Él valuó al precio de su Vida? Malos negociantes seríamos pagando mucho lo poco y poco lo mucho, estimando lo que Dios desprecia y despreciando lo que Él quiere y espera. Sin embargo, así van los hombres desde la expulsión del Paraíso Terrenal con sus cortejos de ambiciones y placeres. Pareciera como si Dios y su Hijo y el Cielo todo no merecieran lo que una esposa, aún buena, o una meretriz barata. Todos quieren para si el amor que sienten merecer y que no son capaces de brindar a Dios.

¿Por qué los hombres no dan la vida a Dios?

Ya lo contestó nuestro Señor (S. Lucas XIV, 15 y ss.) en aquella parábola de los fallidos invitados a la gran Cena. Tres fueron las razones para no asistir, tres las que esgrimen los hombres para no servir a Dios: “Villam emi, juga boum emi quinque, uxorem duxi”, a saber “compré un terreno (un lugar, una casa), compré cinco yuntas de bueyes, me casé o voy a casarme”.

O son las propiedades; o lo que uno pone en ellas (desde el auto hasta el título profesional; las comodidades, lo placentero, el dinero y lo que él consigue); o las mujeres, y esto, desde un dignísimo matrimonio cristiano hasta las peores infamias.

Lo mismo entendió San Juan, el discípulo que más conoció el Corazón de Cristo, al decir con toda claridad (I S. Juan II, 16): “Todo lo que está en el mundo es concupiscencia de la carne (los placeres), concupiscencia de los ojos (las vanidades) y soberbia de la vida (el afán de poder, de mandar, de decidir) que no es del Padre sinó del mundo. El mundo pasa y su concupiscencia. Quien hace, en cambio, la voluntad de Dios permanece para siempre”.

Van corriendo los hombres en pos de lo que pasa y abandonando lo que permanece. ¿Por qué? Por el atractivo de los bienes inmediatos reales o aparentes. No mira el hombre la eternidad sinó la temporalidad en la que parece sumergido, por eso prefiere el placer cercano o el goce contemporáneo; por eso mira la belleza que se le cruza en el camino y no piensa en la esposa o en los hijos que le aguardan; por eso las cautiva más la vanidad de querer ser siempre jóvenes y atractivas en vez de pensar en ser buenas y salvarse.

Faltan todavía un par de razones que antes no valían mucho porque el mundo era cristiano: El respeto humano y las ideas falaces.

El respeto humano.


Antes la gente miraba bien que alguien fuera Monje, Sacerdote o Religioso. Es más, en una época fue ideal de las familias patricias tener un hijo militar y uno sacerdote. Hoy la gente, al menos muchos, miran al sacerdote y al hombre de armas con desdén, con desprecio o con indiferencia, fruto sin duda de una propaganda irreligiosa y antipatriótica que ya es de vieja data; y de tantos escándalos y malos ejemplos que el clero viene dando desde hace varias décadas. El clero quiso casarse con el mundo, con sus ideas y costumbres y lo logró pero al precio de los desórdenes y las inmoralidades y sin lograr convertirlo. El clero se hizo mundano sin que el mundo fuera cristiano. Era evidentísimo, no se es sacerdote para hablar, vivir y vestir como lo hacen los hombres del mundo; se es sacerdote para enseñar virtudes, erradicar vicios, señalar errores, enseñar la verdad, dar, y esto sobre todo, el ejemplo de una vida íntegra que plasma en la conducta lo que enseñan los sermones. “Todo el mundo está asentado en el Maligno” (I San Juan V, 19); “No queráis amar al mundo ni aquellas cosas que hay en el mundo” (I San Juan II, 15). ¿No merecería un tal clero aquel apóstrofe del Apóstol Santiago? “Adúlteros, no sabéis que la amistad de este mundo es enemiga de Dios. Quien quiera hacerse amigo de este mundo se constituye enemigo de Dios” (Santiago IV, 4).


Las ideas falaces.


Digo yo las ideas que alguien pone en boga, que repiten otros hasta el cansancio, o las canciones, o los medios de difusión, o los malos educadores y que la gente, a veces los mismos cristianos, dicen y dicen como si fueran verdades innegables y hechos irreversibles.

“Tengo derecho a ser feliz”; “Casarse no es pecado”; Dios no pide a todos lo mismo”; “No se puede ir contra la corriente”; “La crisis es demasiado grande”; y cuántas más.

Uno no es feliz haciendo lo que quiere sinó lo que Dios quiere, sería absurdo que Dios, Sumo Bien, quisiera algo que no fuera bueno para nosotros; es más, que definitivamente debe ser lo mejor. Si la vida corta que hemos de vivir ha de juzgarse por la eternidad a alcanzar seríamos soberanamente felices haciendo lo que más nos allane el camino para el Cielo. Por cierto que casarse no es pecado sinó Nuestro Señor no hubiera bendecido con su presencia y su milagro aquella Boda de Caná, pero también es ciertísimo aquello de San Pablo: “Bien quisiera que todos fueseis como Yo” (I Cor. VII, 7).

No sólo sí se puede sinó que se debe ir contra la corriente. Las cosas no han de ser necesariamente como las quiere el mundo sinó como Dios las quiso y las pensó al crearlas, sinó todos los Mártires hubieran incensado a los dioses de aquellos Imperios moribundos.

La crisis es grande. Justamente por la maldad de algunos, por la ignorancia de muchos, por la cobardía generalizada de los que no quieren pelear un combate visiblemente desigual como el de David y Goliat o aquél de Teodosio Emperador que contestó virilmente ante la amenaza de un enemigo mucho más numeroso y antes de triunfar: “Prefiero creer en la debilidad de Cristo antes que en la fuerza de Hércules”.

Los hombres se han apocado en su Fe, al hacerlo diluyeron su vida cristiana y por eso languidecen de cobardía y comodidad.

Sobre esta tierra no hay Iglesia Católica que no sea militante. Combatir es ley cristiana en este tiempo efímero que nos toca vivir.

Piensen los hombres lo que hacen. El argumento es fácil para excusarse pero ¿Dice lo mismo la conciencia en la soledad y en el silencio? ¿Mirarán sin temor al Cristo que los juzgará los que no tuvieron tiempo para Dios?

Debe el hombre sobrepujarse a si mismo. Muchas veces el valor no es optativo sinó necesario y en estas épocas resuenan clarinadas que llaman al heroísmo ante las vejaciones que sufre la Iglesia, ante las almas que languidecen sin sacerdotes ejemplares, ante un clero mediocre y vergonzoso en el mejor de los casos.

Parece difícil. Claro que lo es, sinó no hablaríamos de valores y de entregas. Cerremos nuestros labios y detengamos nuestra pluma con aquella frase de un gran hombre y de un gran Santo: “Pudeat sub spinato capite membrum fieri delicatum” “Avergüéncese bajo una Cabeza coronada de espinas un miembro que se hace delicado” (San Bernardo).

Agosto 18 del 2009.

+ Mons. Andrés Morello.

miércoles, 12 de agosto de 2009

RESPUESTAS DE LA SUMA TEOLÓGICA A ERRORES Y TEMAS CANDENTES DEL MUNDO MODERNO

Suma teológica - Parte IIIa - Cuestión 49
Sobre los efectos de la pasión de Cristo


Corresponde a continuación tratar de los efectos de la pasión de Cristo.

Y sobre esto se formulan seis preguntas:

1. ¿Por la pasión de Cristo fuimos librados del pecado?
2. ¿Fuimos por ella librados del poder del diablo?
3. ¿Fuimos por ella librados del reato de la pena?
4. ¿Fuimos por ella reconciliados con Dios?
5. ¿Nos abrió las puertas del cielo?
6. ¿Alcanzó Cristo por ella su exaltación?

Artículo 1: ¿Por la pasión de Cristo fuimos librados del pecado?
Objeciones por las que parece que por la pasión de Cristo no fuimos librados del pecado.
1. Librar del pecado es algo propio de Dios, de acuerdo con aquello de Is 43,25: Soy yo quien, por amor de mí, borro tus pecados. Ahora bien, Cristo no padeció en cuanto Dios, sino en cuanto hombre. Luego la pasión de Cristo no nos libró del pecado.
2. Lo corporal no obra sobre lo espiritual. Pero la pasión de Cristo es corporal; el pecado, en cambio, sólo existe en el alma, que es una criatura espiritual. Luego la pasión de Cristo no pudo limpiarnos del pecado.
3. Nadie puede librar de un pecado aún no cometido, pero que se cometerá en el futuro. Por consiguiente, habiéndose cometido muchos pecados después de la pasión de Cristo, y cometiéndose cada día, da la impresión de que no hemos sido liberados del pecado por la pasión de Cristo.
4. Una vez que se pone la causa suficiente, nada más se requiere para que se produzca el efecto. En cambio, para el perdón de los pecados se requieren otras cosas, a saber, el bautismo y la penitencia. Luego parece que la pasión de Cristo no es causa suficiente para la remisión de los pecados.
5. En Prov 10,12: se dice: El amor encubre todos los pecados; y en 15,27 se lee: Por la misericordia y la fe se limpian los pecados. Pero hay otras muchas cosas en las que tenemos fe y que excitan la caridad. Luego la pasión de Cristo no es la causa propia de la remisión de los pecados.
Contra esto: está lo que se lee en Ap 1,5: Nos amó y nos limpió de nuestros pecados por la virtud de su sangre.
Respondo: La pasión de Cristo es causa de la remisión de nuestros pecados de tres modos: Primero, a manera de excitante a la caridad, porque, como dice el Apóstol en Rom 5,8-9: Dios probó su amor hacia nosotros porque, siendo enemigos, Cristo murió por nosotros. Y por la caridad logramos el perdón de los pecados, según aquel pasaje de Lc 7,47: Le han sido perdonados muchos pecados, porque amó mucho.

Segundo, la pasión de Cristo es causa de la remisión de los pecados por vía de redención. Por ser El nuestra cabeza, mediante su pasión, sufrida por caridad y obediencia, nos libró, como a miembros suyos, de los pecados, como por el precio de su pasión, cual si un hombre, mediante una obra meritoria realizada con las manos, se redimiese a sí mismo de un pecado que hubiera cometido con los pies. Pues como el cuerpo natural es uno, integrado por la diversidad de miembros, así toda la Iglesia, que es el cuerpo místico de Cristo, se considera como una sola persona con su cabeza, que es Cristo.

Tercero, a modo de eficiencia, en cuanto que la carne, en la que Cristo sufrió la pasión, es instrumento de la divinidad, por lo que los sufrimientos y las acciones de Cristo obran con el poder divino para expulsar el pecado.
A las objeciones:
1. Aunque Cristo no padeció en cuanto Dios, su carne es, sin embargo, instrumento de la divinidad. Y, por este motivo, su pasión tiene poder divino para expulsar el pecado, como acabamos de decir (en la sol.).
2. Aunque la pasión de Cristo sea corporal, obtiene, sin embargo, un poder espiritual de la divinidad, de la que la carne, que le está unida, es instrumento. Y, a causa de ese poder, la pasión de Cristo es causa de la remisión de los pecados.
3. Cristo, con su pasión, nos libró causalmente de los pecados, es decir, instituyendo una causa de nuestra liberación, en virtud de la cual pudiera ser perdonada cualquier clase de pecados en cualquier tiempo, tanto pasados como presentes o futuros; como si un médico prepara una medicina con la que pueda curarse cualquier clase de enfermedad, incluso en el futuro.
4. Por haber precedido la pasión de Cristo como causa universal de la remisión de los pecados, como acabamos de decir (ad 3), es necesario que se aplique a cada uno para la remisión de los propios pecados. Y esto se realiza por el bautismo, la penitencia y los demás sacramentos, que obtienen su poder de la pasión de Cristo, como luego se verá (q.62 a.5).
5. También por la fe se nos aplica la pasión de Cristo para recibir sus frutos, según aquellas palabras de Rom 3,25: A. quien ha puesto Dios como sacrificio de propiciación, mediante la fe en su sangre. Pero la fe por la que somos purificados de los pecados no es la fe informe, que puede coexistir con el pecado, sino la fe informada por la caridad, para que, de esta manera, se nos aplique la pasión de Cristo no sólo en cuanto al entendimiento, sino asimismo en cuanto a la voluntad. Y también por este medio se perdonan los pecados en virtud de la pasión de Cristo.

Artículo 2: ¿Por la pasión de Cristo fuimos librados del poder del demonio?

Objeciones por las que parece que no hemos sido liberados del poder del demonio mediante la pasión de Cristo.
1. No tiene poder sobre algunos aquel que no puede hacer nada sobre ellos sin el permiso de otros. Ahora bien, el demonio no ha podido nunca hacer cosa alguna en perjuicio de los hombres sin la permisión divina, como es evidente por la historia de Job (q.1 y 2), a quien, recibida la permisión divina, dañó primero en los bienes y luego en el cuerpo. Y del mismo modo se dice en Mt 8,31-32 que los demonios no pudieron entrar en los puercos más que cuando Cristo se lo concedió. Luego el demonio no tuvo nunca poder sobre los hombres. Y, en tal supuesto, no hemos sido librados del poder del diablo por la pasión de Cristo.
2. El demonio ejerce su poder sobre los hombres tentando y atormentando corporalmente. Pero esto sigue todavía sucediendo en los hombres después de la pasión de Cristo. Luego no hemos sido liberados del poder del diablo por la pasión de Cristo.
3. El poder de la pasión de Cristo tiene una duración perpetua, conforme a lo que se dice en Heb 10,14: Con una sola oblación perfeccionó para siempre a los santificados. Pero la liberación del poder del diablo ni se da en todas partes, puesto que todavía existen en muchos sitios idólatras, ni será perpetua, porque cuando llegue el Anticristo ejercerá el demonio su poder en grado sumo en perjuicio de los hombres. Sobre esto se dice en 2 Tes 2,9-10 que su venida irá acompañada del poder de Satanás, de todo género de milagros, señales y prodigios engañosos. Luego da la impresión de que la pasión de Cristo no es causa de la liberación del género humano del poder del diablo.
Contra esto: está lo que dice el Señor, en Jn 12,31-32, cuando se acerca su pasión: Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera, y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí. Pero fue levantado de la tierra por la pasión de la cruz. Luego por su pasión fue arrojado fuera el poder del demonio sobre los hombres.
Respondo: Acerca del poder que ejercía el demonio sobre los hombres antes de la pasión de Cristo, hay que tener en cuenta tres cosas: La primera, por parte del hombre, que, con su pecado, mereció ser entregado en poder del diablo, que le había vencido mediante la tentación. La segunda, por parte de Dios, ofendido por el hombre al pecar, el cual, en virtud de su justicia, dejó al hombre en poder del demonio. La tercera, por parte del mismo diablo, que, con su pésima voluntad, impedía al hombre la consecución de la salvación.

Así pues, en cuanto a lo primero, el hombre quedó libre del poder del diablo por la pasión de Cristo, dado que ésta es causa de la remisión de los pecados, como se ha dicho (a.1). Por lo que se refiere a lo segundo, hay que decir que la pasión de Cristo nos libró del poder del diablo al reconciliarnos con Dios, como luego se dirá (a.4). Y en lo que atañe a lo tercero, la pasión de Cristo nos libró del diablo, porque éste excedió, a la hora de la pasión de Cristo, el límite del poder que Dios le había concedido, maquinando la muerte de Cristo, que no la había merecido, por estar exento de pecado. De donde dice Agustín en XIII De Trin.: El diablo fue vencido por la justicia de Cristo, porque, sin encontrar en él nada digno de muerte, le mató no obstante; y es enteramente justo que los deudores que retenía quedasen libres, al creer en Aquel a quien, sin deuda de ninguna clase, había dado muerte.
A las objeciones:
1. No afirmamos que el diablo tuviese poder sobre los hombres de tal modo que pudiese hacerles daño sin la permisión divina, sino que, con justicia, se le permitía dañar a los hombres, a quienes, mediante la tentación, había inducido a prestarle su consentimiento.
2. También ahora puede el diablo, con la permisión de Dios, tentar a los hombres en el espíritu y atormentarles en el cuerpo; pero el hombre tiene a su disposición el remedio de la pasión de Cristo, con el que puede defenderse contra los ataques del enemigo, para no ser arrastrado a la desgracia de la muerte eterna. Y cuantos, antes de la pasión de Cristo, resistían al diablo, podían hacerlo por la fe en la pasión de Cristo; aunque, antes de realizarse la pasión de Cristo, ninguno podía eludir las garras del diablo en un aspecto, en el de no descender al infierno. De éste pueden librarse los hombres después de la pasión de Cristo y en virtud de la misma.
3. Dios permite al demonio que pueda engañar a los hombres en determinadas personas, tiempos y lugares, de acuerdo con la razón desconocida de sus juicios. Sin embargo, en virtud de la pasión de Cristo, siempre tienen los hombres un remedio preparado para guardarse de las insidias de los demonios, incluso en los tiempos del Anticristo. Pero si algunos descuidan valerse de este remedio, nada pierde la eficacia de la pasión de Cristo.

Artículo 3: ¿Por la pasión de Cristo fueron librados los hombres de la pena del pecado?
Objeciones por las que parece que los hombres no fueron liberados por la pasión de Cristo de la pena del pecado.
1. La pena principal del pecado es la condenación eterna. Ahora bien, los que estaban condenados en el infierno por sus pecados no fueron librados por la pasión de Cristo, porque en el infierno no hay redención. Luego da la impresión de que la pasión de Cristo no liberó a los hombres de la pena.
2. A los que son librados del reato de la pena no se les debe imponer pena alguna. Pero a los penitentes se les impone la pena de la satisfacción. Luego, por la pasión de Cristo, no han sido librados los hombres del reato de la pena.
3. La muerte es pena del pecado, según aquellas palabras de Rom 6,23: El salario del pecado es la muerte. Pero todavía después de la pasión de Cristo los hombres se mueren. Luego parece que por la pasión de Cristo no hemos sido librados del reato de la pena.
Contra esto: está lo que se dice en Is 53,4: Verdaderamente él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores.
Respondo: Por la pasión de Cristo hemos sido liberados del reato de la pena, de dos modos. Uno, directamente, en cuanto que la pasión de Cristo fue una satisfacción suficiente y sobreabundante por los pecados de todo el género humano. Y, una vez ofrecida la satisfacción suficiente, desaparece el reato de la pena. Otro, indirectamente, en cuanto que la pasión de Cristo es causa de la remisión del pecado, en el que se asienta el reato de la pena.
A las objeciones:
1. La pasión de Cristo consigue su efecto en aquellos a quienes se aplica por la fe y la caridad y mediante los sacramentos de la fe. Y de ahí que los condenados en el infierno, por no unirse del modo antedicho con la pasión de Cristo, no pueden percibir el efecto de ésta.
2. Como ya se ha expuesto (a.1 ad 4 y 5; 1-2 q.85 a.5 ad 2), para que consigamos el efecto de la pasión de Cristo es necesario que nos configuremos con El. Y nos configuramos con El sacramentalmente en el bautismo, conforme al pasaje de Rom 6,4: Con El fuimos sepultados por el bautismo en la muerte. Por eso no se impone pena alguna satisfactoria a los bautizados, porque, mediante la satisfacción de Cristo, quedan enteramente liberados. Pero, como Cristo murió una sola vez por nuestros pecados, según se dice en 1 Pe 3,18, el hombre no puede configurarse una segunda vez con la muerte de Cristo por el sacramento del bautismo. Por este motivo es necesario que quienes, después del bautismo, pecan, se configuren con Cristo paciente mediante alguna penalidad o sufrimiento que deben tolerar en sí mismos. Tal penalidad, a pesar de ser muy inferior a la requerida por el pecado, resulta suficiente por la cooperación de la satisfacción de Cristo.
3. La pasión de Cristo produce su efecto en nosotros por cuanto nos incorporamos a El como los miembros a su cabeza, de acuerdo con lo que antes se ha dicho (a.1; q.48 a.1; a.2 ad 1). Pero los miembros deben ser conformes con la cabeza. Y, por tal motivo, como Cristo tuvo primero la gracia en el alma junto con la pasibilidad del cuerpo, y por la pasión llegó a la gloria de la inmortalidad, así también nosotros, que somos sus miembros, somos liberados por su pasión del reato de cualquier pena, pero de modo que, primero, recibimos en el alma el espíritu de adopción filial (cf. Rom 8,15), con el que somos destinados a la herencia de la gloria de la inmortalidad, teniendo todavía un cuerpo pasible y mortal. Después, configurados con los padecimientos y la muerte de Cristo, somos conducidos a la gloria inmortal, conforme a aquellas palabras del Apóstol en Rom 8,17: Si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, a condición de que padezcamos con El, para ser glorificados juntamente con El.

Artículo 4: ¿Somos reconciliados con Dios mediante la pasión de Cristo?
Objeciones por las que parece que la pasión de Cristo no nos reconcilió con Dios.
1. La reconciliación no tiene lugar entre amigos. Pero Dios siempre nos ha amado, según palabras de Sab 11,25: Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste. Luego la pasión de Cristo no nos reconcilió con Dios.
2. Una misma cosa no puede ser principio y efecto; por lo que la gracia, que es el principio del mérito, no puede ser merecida. Ahora bien, el amor de Dios es el principio de la pasión de Cristo, según aquellas palabras de Jn 3,16: De taimado amó Dios al mundo, que le dio su Hijo unigénito. Luego no parece que hayamos sido reconciliados con Dios mediante la pasión de Cristo, de modo que comenzara a amarnos de nuevo.
3. La pasión de Cristo fue llevada a cabo por los hombres que le mataron, los cuales ofendieron con eso gravemente a Dios. Luego la pasión de Cristo es más bien causa de indignación que de reconciliación con Dios.
Contra esto: está lo que escribe el Apóstol en Rom 5,10: Hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo.
Respondo: La pasión de Cristo es causa de nuestra reconciliación con Dios, de dos modos: Primero, en cuanto que quita el pecado, por el que los hombres se constituyen en enemigos de Dios, según el pasaje de Sab 14,9: Dios aborrece por igual al impío y a su impiedad; y en Sal 5,7 se dice: Odias a todos los que obran la iniquidad.

Segundo, en cuanto que es para Dios un sacrificio gratísimo. Es un efecto propio del sacrificio el de aplacar a Dios, como acontece con el hombre que perdona la ofensa cometida contra él, en atención a un obsequio que se le hace. Por esto se dice en 1 Sam 26,19: Si es el Señor quien te excita contra mí, que El reciba el olor de una ofrenda. Y, de igual modo, fue un bien tan grande el que Cristo padeciese voluntariamente que, por causa de este bien hallado en la naturaleza humana, Dios se aplacó en relación con todas las ofensas del género humano, en cuanto a aquellos que están unidos a Cristo paciente en el modo antedicho (a.1 ad 4; a.3 ad 1; q.48 a.6 ad 2).
A las objeciones:
1. Dios ama a todos los hombres por razón de la naturaleza, que El mismo ha creado. Pero los aborrece por razón de los pecados que cometen contra El, según el pasaje de Eclo 12,3: El Altísimo odia a los pecadores.
2. No se dice que Cristo nos haya reconciliado con Dios como si éste comenzase a amarnos de nuevo, puesto que en Jer 31,3 está escrito: Con amor eterno te he amado. Se dice eso porque, mediante la pasión de Cristo, fue suprimida la causa del odio, sea por la purificación del pecado, sea por la compensación de un bien más aceptable.
3. Así como fueron hombres los que mataron a Cristo, así también lo fue Cristo, que sufrió la muerte. Pero la caridad de Cristo paciente fue mayor que la iniquidad de quienes le mataron. Y, por tal motivo, la pasión de Cristo tuvo más poder para reconciliar a todo el género humano con Dios que para provocarle a la ira.

Artículo 5: ¿Con su pasión nos abrió Cristo las puertas del cielo?
Objeciones por las que parece que Cristo no nos abrió con su pasión las puertas del cielo.
1. En Prov 11,18 se dice: El que siembra justicia, tendrá su salario verdadero. Pero el salario de la justicia es la entrada en el reino de los cielos. Parece, por consiguiente, que los santos padres, que practicaron las obras de la justicia, consiguieron fielmente la entrada en el reino de los cielos, incluso sin la pasión de Cristo. Luego ésta no fue causa de la apertura de las puertas del reino de los cielos.
2. Antes de tener lugar la pasión de Cristo, Elias fue arrebatado al cielo, como se escribe en 2 Re 2,11. Ahora bien, el efecto no precede a la causa. Luego parece que la apertura de las puertas del reino celestial no es efecto de la pasión de Cristo.
3. Como se lee en Mt 3,16, una vez que Cristo fue bautizado, se le abrieron los cielos. Pero el bautismo precedió a la pasión. Luego la apertura de los cielos no es efecto de la pasión de Cristo.
4. En Miq 2,13 se dice: El que abre camino, sube delante de ellos. Pero no parece que abrir el camino del cielo sea distinto de abrir las puertas del mismo. Luego da la impresión de que las puertas del cielo nos fueron franqueadas no por la pasión de Cristo, sino por su ascensión.
Contra esto: está lo que dice el Apóstol en Heb 10,19: Tenemos plena confianza para entrar en el santuario, es decir, en el cielo, en virtud de la sangre de Cristo.
Respondo: La clausura de las puertas es un obstáculo que impide al hombre la entrada. Y los hombres no tenían acceso al reino de los cielos por causa del pecado, porque, como se dice en Is 35,8, aquella vía se llamará santa, y lo manchado no pasará por ella. Pero el pecado que impide entrar en el reino de los cielos es doble. Uno, el común a toda la raza humana, que es el pecado del primer padre. Y tal pecado impedía al hombre la entrada en el reino de los cielos; por lo cual se lee en Gen 3,24 que, después del pecado del primer hombre, Dios puso un querubín, con una espada de llama vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida. Otro, el pecado especial de cada persona, que cada hombre comete con sus propios actos.

Por la pasión de Cristo hemos sido librados no sólo del pecado común a toda la raza humana, lo mismo cuanto a la culpa que cuanto al reato de la pena, al pagar Cristo el precio por nosotros, sino también de los pecados propios de los que participan de su pasión por la fe y la caridad y por los sacramentos de la fe. Y por este motivo, mediante la pasión de Cristo, nos fue abierta la puerta del reino celestial. Y esto es lo que dice el Apóstol en Heb 9,11-12: Cristo, constituido Pontífice de los bienes futuros, penetró una felpara siempre en el santuario con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Esto se encuentra figurado en Núm 35,25ss, donde se dice que el homicida permanecerá allí, esto es, en la ciudad de refugio, hasta la muerte del sumo sacerdote, que fue ungido con el óleo santo; muerto aquél, podrá regresar a su casa.
A las objeciones:
1. Los santos padres, practicando la justicia, merecieron la entrada en el reino de los cielos por la fe en la pasión de Cristo, conforme a aquellas palabras de Heb 11,33: Los santos, por la fe, subyugaron reinos, practicaron la justicia; por ésta, cada uno se purificaba del pecado en lo que atañe a la pureza personal. Pero ni la fe ni la justicia de ninguno de ellos era suficiente para apartar el obstáculo que provenía del reato de toda la naturaleza humana. Tal obstáculo fue quitado por el precio de la sangre de Cristo. Y, por este motivo, nadie podía entrar en el reino de los cielos para alcanzar la bienaventuranza eterna, que consiste en el goce pleno de Dios.
2. Elias fue arrebatado al cielo aéreo; no al cielo empíreo, que es el lugar de los bienaventurados. Y, del mismo modo, tampoco lo fue Enoc, sino que fue llevado al paraíso terrenal, donde, junto con Elias, se cree que vive hasta que se produzca la venida del Anticristo.
3. Como antes se ha expuesto (q.39 a.5), cuando Cristo fue bautizado, se abrieron los cielos, no para el mismo Cristo, que siempre los tuvo abiertos, sino para dar a entender que el cielo se abre para los bautizados por el bautismo de Cristo, que recibe la eficacia de su pasión.
4. Cristo nos mereció con su pasión la entrada en el reino de los cielos, y apartó el obstáculo; pero con su ascensión vino a ponernos en posesión del reino celestial. Y por eso se dice que abrió el camino, subiendo delante de nosotros.

Artículo 6: ¿Con su pasión mereció Cristo ser exaltado?
Objeciones por las que parece que Cristo no mereció ser exaltado con su pasión.
1. Así como el conocimiento de la verdad es propio de Dios, así también lo es la excelencia, según aquellas palabras de Sal 112,4: El Señor es excelso sobre todos los pueblos, y su gloría es más alta que los cielos. Pero Cristo, en cuanto hombre, conoció toda verdad, no por mérito alguno precedente, sino en virtud de la misma unión entre Dios y el hombre, conforme al pasaje de Jn 1,14: Vimos su gloria, como la del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Luego tampoco obtuvo la exaltación por el mérito de la pasión, sino únicamente por esa unión.
2. Cristo, desde el primer instante de su concepción, mereció para sí, como antes se ha expuesto (q.34 a.3). Pero su caridad no fue mayor a la hora de la pasión que antes. Por consiguiente, siendo la caridad el principio del mérito, parece que no mereció más su exaltación por medio de la pasión que antes.
3. La gloria del cuerpo es resultado de la gloria del alma, como dice Agustín en la Epístola Ad Dioscorum. Pero Cristo no mereció por su pasión la exaltación en cuanto a la gloria del alma, porque su alma fue bienaventurada desde el primer instante de su concepción. Luego tampoco mereció, por la pasión, la exaltación en cuanto a la gloria del cuerpo.
Contra esto: está lo que se dice en Flp 2,8-9: Se hizo obediente hasta la muerte,y muerte de cruz por lo cual Dios también le exaltó.
Respondo: El mérito supone cierta igualdad de justicia; por ello dice el Apóstol en Rom 4,4: Al que trabaja, el salario se le computa como deuda. Ahora bien, cuando alguno, por un injusto deseo, se atribuye más de lo que le es debido, resulta justo que se le prive de lo que le era debido; por ejemplo, como cuando se dice en Ex 22,1: Si alguno roba una oveja, devolverá cuatro. Y esto se llama merecer, en cuanto que, de ese modo, es castigada su perversa voluntad. Y, de la misma manera, cuando alguno, por su justa voluntad, se priva de algo que debía tener, merece que se le añada algo como recompensa de su voluntad justa. Y de ahí que, en Lc 14,11, se diga: El que se humilla será exaltado.

Ahora bien, Cristo en su pasión se humilló por debajo de su dignidad, en cuatro campos: Primero, en cuanto a la pasión y a la muerte, de las que no era deudor. Segundo, en cuanto al lugar, porque su cuerpo fue puesto en el sepulcro, y su alma en el infierno. Tercero, en cuanto a la confusión y las injurias que soportó. Cuarto, por haber sido entregado a los poderes humanos, tal como él se lo dijo a Pilato, en Jn 19,11: No tendrías poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto.

Y por eso, con su pasión, mereció la exaltación también en cuatro campos: Primero, en cuanto a la resurrección gloriosa. Por eso se dice en Sal 138,2: Tú conociste mi asiento, esto es, la humillación de mi pasión, y mi resurrección. Segundo, en cuanto a la ascensión al cielo. Por esto se dice en Ef 4,9-10: Primero descendió a las partes bajas de la tierra, pues el que bajó es el mismo que subió sobre todos los cielos. Tercero, en cuanto a sentarse a la derecha del Padre, y en cuanto a la manifestación de su divinidad, conforme a aquellas palabras de Is 52,13-14: Será ensalmado y elevado y puesto muy alto; como de él se pasmaron muchos, así de poco glorioso será su aspecto entre los hombres. Y en Flp 2,8-9 está escrito: Se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz por lo cual Dios le exaltó, y le dio el nombre sobre todo nombre, esto es, el que todos le llamen Dios, y el que todos le rindan reverencia como a Dios. Esto es lo que se añade en el v.10: Para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los infiernos. Cuarto, en cuanto a la potestad de juzgar, pues en Job 36,17 se dice: Tu causa ha sido juzgada como la de un impío; recibirás el juicio y la causa.
A las objeciones:
1. El principio del mérito está en el alma; pero el cuerpo es el instrumento del acto meritorio. Y, por este motivo, la perfección del alma de Cristo, que fue el principio de su mérito, no debió ser adquirida en El por vía de mérito, como aconteció con la perfección del cuerpo, que estuvo sujeto a la pasión y que, por esto, fue el instrumento del mismo mérito.
2. Por los primeros merecimientos, Cristo mereció la exaltación por parte de su alma, cuya voluntad estaba informada por la caridad y por las demás virtudes. Pero por la pasión mereció su exaltación, a modo de recompensa, incluso por parte del cuerpo, puesto que es justo que el cuerpo, sometido a la pasión por caridad, recibiese la recompensa en la gloria.
3. Por cierta disposición divina aconteció en Cristo que la gloria de su alma, antes de la pasión, no redundase en su cuerpo, con el fin de que lograse la gloria del cuerpo de un modo más honroso, cuando la mereciese por medio de la pasión. En cambio, no convenía diferir la gloria del alma, porque ésta estaba unida inmediatamente al Verbo, por lo que resultaba conveniente que fuese saturada de gloria por el propio Verbo. Pero el cuerpo estaba unido al Verbo por medio del alma.

martes, 11 de agosto de 2009

ENCÍCLICAS PAPALES SOBRE DOCTRINA POLÍTICA Y SOCIAL CATÓLICA

1º Documento 

IN EMINENTI 

Constitución Apostólica Clemente XII 28 de abril de 1738 
Condena a la francmasonería y prohíbe a los fieles de toda condición, formar parte o colaborar con la misma

“Habiéndonos colocado la Divina Providencia, a pesar de nuestra indignidad, en la cátedra más elevada del Apostolado, para vigilar sin cesar por la seguridad del rebaño que Nos ha sido confiado, hemos dedicado todos nuestros cuidados, en lo que la ayuda de lo alto nos ha permitido, y toda nuestra aplicación ha sido para oponer al vicio y al error una barrera que detenga su progreso, para conservar especialmente la integridad de la religión ortodoxa, y para alejar del Universo católico en estos tiempos tan difíciles, todo lo que pudiera ser para ellos motivo de perturbación. Nos hemos enterado, y el rumor público no nos ha permitido ponerlo en duda, que se han formado, y que se afirmaban de día en día, centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos, que bajo el nombre de Liberi Muratori o Franc-masones o bajo otra denominación equivalente, según la diversidad de lengua, en las cuales eran admitidas indiferentemente personas de todas las religiones, y de todas las sectas, que con la apariencia exterior de una natural probidad, que allí se exige y se cumple, han establecido ciertas leyes, ciertos estatutos que las ligan entre sí, y que, en particular, les obligan bajo las penas más graves, en virtud del juramento prestado sobre las santas Escrituras, a guardar un secreto inviolable sobre todo cuanto sucede en sus asambleas. Pero como tal es la naturaleza humana del crimen que se traiciona a sí mismo, y que las mismas precauciones que toma para ocultarse lo descubren por el escándalo que no puede contener, esta sociedad y sus asambleas han llegado a hacerse tan sospechosas a los fieles, que todo hombre de bien las considera hoy como un signo poco equívoco de perversión para cualquiera que las adopte. Si no hiciesen nada malo no sentirían ese odio por la luz. Por ese motivo, desde hace largo tiempo, estas sociedades han sido sabiamente proscritas por numerosos príncipes en sus Estados, ya que han considerado a esta clase de gentes como enemigos de la seguridad pública [1]. Después de una madura reflexión, sobre los grandes males que se originan habitualmente de esas asociaciones, siempre perjudiciales para la tranquilidad del Estado y la salud de las almas, y que, por esta causa, no pueden estar de acuerdo con las leyes civiles y canónicas, instruidos por otra parte, por la propia palabra de Dios, que en calidad de servidor prudente y fiel, elegido para gobernar el rebaño del Señor, debemos estar continuamente en guardia contra las gentes de esta especie, por miedo a que, a ejemplo de los ladrones, asalten nuestras casas, y al igual que los zorros se lancen sobre la viña y siembren por doquier la desolación, es decir, el temor a que seduzcan a las gentes sencillas y hieran secretamente con sus flechas los corazones de los simples y de los inocentes. Finalmente, queriendo detener los avances de esta perversión, y prohibir una vía que daría lugar a dejarse ir impunemente a muchas iniquidades, y por otras varias razones de Nos conocidas, y que son igualmente justas y razonables; después de haber deliberado con nuestros venerables hermanos los Cardenales de la santa Iglesia romana, y por consejo suyo, así como por nuestra propia iniciativa y conocimiento cierto, y en toda la plenitud de nuestra potencia apostólica, hemos resuelto condenar y prohibir, como de hecho condenamos y prohibimos, los susodichos centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos de Liberi Muratori o Franc-Massons o cualquiera que fuese el nombre con que se designen, por esta nuestra presente Constitución, valedera a perpetuidad. Por todo ello, prohibimos muy expresamente y en virtud de la santa obediencia, a todos los fieles, sean laicos o clérigos, seculares o regulares, comprendidos aquellos que deben ser muy especialmente nombrados, de cualquier estado grado, condición. dignidad o preeminencia que disfruten, cualesquiera que fuesen, que entren por cualquier causa y bajo ningún pretexto en tales centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos antes mencionados, ni favorecer su progreso, recibirlos u ocultarlos en sus casas, ni tampoco asociarse a los mismos, ni asistir, ni facilitar sus asambleas, ni proporcionarles nada, ni ayudarles con consejos, ni prestarles ayuda o favores en público o en secreto, ni obrar directa o indirectamente por sí mismo o por otra persona, ni exhortar, solicitar, inducir ni comprometerse con nadie para hacerse adoptar en estas sociedades, asistir a ellas ni prestarles ninguna clase de ayuda o fomentarlas; les ordenamos por el contrario, abstenerse completamente de estas asociaciones o asambleas, bajo la pena de excomunión, en la que incurrirán por el solo hecho y sin otra declaración los contraventores que hemos mencionado; de cuya excomunión­ no podrán ser absueltos más que por Nos o por el Soberano Pontífice entonces reinante, como no sea en “artículo mortis”. Queremos además y ordenamos que los obispos, prelados, superiores, y e1 clero ordinario, así como los inquisidores, procedan contra los contraventores de cualquier grado, condición, orden, dignidad o preeminencia; trabajen para redimirlos y castigarlos con las penas que merezcan a titulo de personas vehementemente sospechosas de herejía. A este efecto, damos a todos y a cada uno de ellos el poder para perseguirlos y castigarlos según los caminos del derecho, recurriendo, si así fuese necesario, al Brazo secular. Queremos también que las copias de la presente Constitución tengan la misma fuerza que el original, desde el momento que sean legalizadas ante notario público, y con el sello de una persona constituida en dignidad eclesiástica. Por lo demás, nadie debe ser lo bastante temerario para atreverse a atacar o contradecir la presente declaración, condenación, defensa y prohibición. Si alguien llevase su osadía hasta este punto, ya sabe que incurrirá en la cólera de Dios todopoderoso y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo. Dado en Roma, en la iglesia de Santa María la mayor, en el año de 1738 después de la Encarnación de Jesucristo, en las 4 calendas de mayo de nuestro octavo año de pontificado”. 
Clemente XII Papa

(*) Bula In eminenti de Clemente XII contra los masones, 2 abril 1738. Archivio Segreto Vaticano, Bandi sciolti, Serie I, 35.

S.S. Clemente XII (1652-1740), Papa de la Iglesia Católica entre 1730 y 1740.
______________________________________________________________________________________________________________ 

NOTAS [1] Es interesante saber cuales autoridades civiles habían condenado y prohibido la existencia de la Masonería desde sus principios. Lo habían hecho: en 1735, los Estados Generales de Holanda, en 1736, los Consejos de la República (Suiza) y el Cantón de Ginebra, en 1737, Francia por Luis XV, y el Príncipe elector de Manheim en el Palatinado, en 1738, los Magistrados de Hamburgo, Federico I de Suecia, España y Portugal. Y también gobiernos protestantes como los de Prusia, Hamburgo, Berna, Hannover, Danzing,; gobiernos católicos como los de Nápoles, Viena, Lovaina, Baviera, Cerdeña, Mónaco; y aún gobiernos musulmanes como el de Turquía.